Un lucense a la mesa de Pablo VI
Cada día llegan al Vaticano sacos de cartas para el Papa. Todas pasan por la Congregación para la Doctrina de la Fe, una institución heredada de la Inquisición. Manuel Rodríguez trabajó allí tirando cartas. «Recuerdo que había una loca de Zaragoza que escribía todos los días que si Dios, que si la Virgen… Y no le ibas a pasar eso al Papa». Cuando llegaban cartas de obispos las enviaba a la Congregación de los Obispos. «Y entonces supongo que el cardenal que las recibía las abriría».
A finales de los años 60, en pleno Concilio Vaticano II con Pablo VI (1962-1965), entre esas cartas comenzaron a proliferar peticiones de exclaustración, y el entorno del Papa racionaba la cantidad que debía firmar cada semana. La acumulación de casos provocó que ciertos monseñores, «por 100.000 liras, cogían las de abajo del montón y las ponían encima. Como el Papa no las iba a leer…» A uno de ellos, amigo de Manuel, lo pillaron. Pero después se hizo multimillonario porque puso un bufete de disoluciones matrimoniales. «Luego dicen que anulan los matrimonios a gente con dinero; es verdad, pero ¡eso no va para la Curia, sino para los abogados!»
En el Santo Oficio, como se conocía hasta 1966 la Congregación para la Doctrina de la Fe, Manuel conoció a Alfredo Ottaviani, el secretario de la institución. Ottaviani, que había mediado para que el joven estudiante del Seminario Mayor de Lugo fuera a estudiar a Roma, «era muy simpático, a pesar de lo que digan». Su ceguera facilitó que Manuel empezara a leer para él. En una ocasión le leyó la novela Las sandalias del pescador, en la que Ottaviani aparece representado como el cardenal Leone. «Recuerdo que el texto decía: «El viejo león movió la melena». Husmeó una herejía ya a 50 páginas», dice entre risas. El castigador de la heterodoxia también disfrutaba con el símil.
L’Osservatore Romano
La lectura obligada de cada día era L’Osservatore Romano, el diario nacional del Vaticano. Una mañana el cardenal interrumpió a Manuel: «Por ahora no tenemos quien dirija la edición española. ¿Lo hará usted?» Él no lo dudó: «¡Sí, claro!»
Cuando entraba en la redacción, junto a la Secretaría de Estado, la Guardia Suiza se cuadraba. Dentro encargaba textos a sus traductores del italiano y del latín. «Las cosas te venían dadas. Ya sabías que el Papa siempre iba en portada, y en las últimas páginas las noticias importantes y el Lutto (las necrológicas)».
En la «enorme» edición dirigida a Hispanoamérica «apenas había noticias políticas», dice mientras pasa las páginas del último número en su despacho del seminario. El formato y la cabecera son los mismos que entonces: «Unicuique suum». «Non praevalebunt». «A cada uno lo suyo, no prevalecerán», traduce.
A pesar de su relación con la Curia, L’Osservatore no es una publicación oficial del Vaticano», como lo son las de los distintos dicasterios, los ministerios de la Santa Sede. «Pero cuando el Papa difunde algo en él, obtiene rango de ley», dice Manuel. Ocurrió con la Guardia Palatina. En su tarea de culminar el Concilio Vaticano II emprendido por Juan XXIII, Pablo VI llegó a un acuerdo con el gobierno italiano para que la gendarmería relevase a la Guardia Palatina en la vigilancia de la Plaza de San Pedro. Los palatinos, procedentes de la nobleza romana, se pusieron en huelga.
«Sopita» en Castelgandolfo
«Yo era muy amigo de Filipe, el secretario de Pablo VI, y en Navidad me invitó a cenar con ellos en Castelgandolfo», cuenta Manuel. «Allí estuvimos hablando de cosas intrascendentes. El Papa me dijo: “¿Eres español? Yo tengo una perrita española que me trajo un piloto amigo mío…». La cena no duró ni veinte minutos. «Tomamos una sopita y creo que unos bacalaos rebozados y una manzana. Cuando nos marchábamos él le dijo a Filipo:
—PABLO VI: Monseñor, entregue esto a L’Osservatore Romano para que lo publiquen.
—SECRETARIO: Si no es indiscreción, Su Santidad, ¿de qué se trata?
—PABLO VI: Es un golpe de estado. La disolución de la Guardia Palatina.
Manuel considera que «hizo de maravilla», porque querían mandar tanto como el Papa. «Pero una vez que conoces aquello… el Papa no manda tanto. Es un prisionero de la Curia, a él llega lo que quieren los cardenales, y tiene que ser así porque si no sería imposible». «La Iglesia es una estructura totalmente piramidal», explica formando un vértice con las yemas de los dedos. «En la cumbre está el Papa, luego los cardenales, arzobispos, obispos, monseñores y sirvientes».
Entrar es casi imposible, y por eso él lo vivió desde fuera. Concretamente, en una parroquia de la orden de los paulinos donde decía misa y confesaba a cambio del alojamiento. Uno de sus compañeros de pensión le invitó un día a visitar su casa en Avelino, un pequeño pueblo de Calabria. Tardaron cuatro horas a caballo en llegar a la Magna Grecia —la zona del sur de Italia escenario de las Guerras Pírricas en el siglo 3 a.C.—, y allí se encontraron con que «los viejos hablaban griego clásico». El idioma de Homero, que aprendió en la Universidad Gregoriana de Roma donde estudiaron catorce papas, permitió a Manuel charlar con la abuela de su amigo. «La estoy viendo ahora mismo. Me dijo, “Jaire, kírie, kaliméra”, (hola, señor buenos días)», dice feliz.
Cuarenta y tres años después, los recuerdos del Vaticano todavía acompañan a Manolo. Los hábitos del cardenal lucense Gregorio Aguirre expuestos en las vitrinas del seminario y la suscripción a L’Osservatore Romano —que ha cambiado por Lucensia, la revista cultural que dirige— le recuerdan quién fue. «Yo me pude quedar ahí», dice señalando el ejemplar del diario vaticano. Pero cuatro años le bastaron para conocer las entrañas del poder católico, y en 1970 volvió a Lugo con sus padres.
De haberse quedado le habrían hecho monseñor «enseguida», como a «casi todos los curas que trabajan en el Vaticano». Pero con 70 años y a falta de título, Manuel se dedica desde entonces a su gran pasión: los libros. Su biblioteca abarca cuatro salas del seminario en las que ordena miles de pergaminos, incunables y revistas. Entre sus tesoros están la primera edición del Diccionario de la Real Academia Española (de 1780) y un misal rescatado de una jaula de conejos. Todos ellos ordenados informáticamente: «Nadie puede tocar» los tres primeros ordenadores de su despacho.
Elohim (Nuestro Dios)
Pero sin duda la debilidad de Manuel son los idiomas. Cuando regresó a España en 1970 hizo escala en Salamanca para aprender hebreo en la Universidad Pontificia, completando así su cupo de idiomas «que no valen» junto al griego (hoy extinto en Calabria) y el latín. De los «válidos», se entiende en inglés y domina el francés y el italiano.
Para este cura universal, «un idioma no es fácil ni difícil. Pero si estudias el hebreo con la gramática española te vuelves loco y no haces nada». La lengua judía, que tiene sobre 6000 raíces, «es fácil, todo se hace con prefijos, infijos y terminaciones». Y como buen profesor que todavía imparte latín a los seminaristas, pone un ejemplo: «El (Dios) Elhim (mi Dios) Elohim (nuestro Dios)».
La facilidad de palabra no permite a Manolo entender las conversaciones de los judíos, pero sí leer sus sagradas escrituras junto al Muro de las Lamentaciones. Lo hizo hace años cuando entró en su galería de rezos, cogió del estante un libro y, poco después, un ortodoxo le aclaró en inglés: «Ese no es el de hoy».
Sus abundantes experiencias en países marcados por la religión le han revelado que «a la Iglesia europea le falta vida», mientras a la hispanoamericana y africana les sobra. Según Manuel, la solución está en regresar a la Iglesia apostólica de los primeros tiempos. Él, que ha vivido siete papas, deposita todas sus esperanzas en el argentino Bergoglio: «Cada Papa tiene su época». Pero eso no le impide confesar que siempre esperó ansioso la publicación de las encíclicas de Joseph Ratzinger. «En la primera parte te hacía un análisis filológico en latín y hebreo… Precioso».