Ficciones

Translocación

Plaza_de_Callao_-_Performance
Foto: Tamorlan

—¿Qué miras, pasmao?

Sí, definitivamente la voz provenía del banco. Lo peculiar es que no había nadie sentado.

Me acerqué hasta él, evitando con mi mano que se me cayese la perilla. Efectivamente no había nadie a la vista. Bueno, nadie sin contar con el habitual tráfico de transeúntes de la plaza de Callao.

—¿Tengo monos en la cara o qué? —añadió el banco. Madera marrón cuarteada, patas de color negro-mate.

—No, ni mucho menos —me rasqué la mejilla, como suelo hacer cuando busco las palabras con esmero. Que hablase un banco era un hecho bastante singular. Quizás digno de mi gran historia. —Tan solo me preguntaba qué clase de artificio o milagro le da  a un banco la capacidad de hablar —sonreí. —¿Es por la Semana Santa?

Ja, ¿pero usted no sabe que los bancos no hablan? —Si hubiera tenido ojos, estoy seguro de que en aquel momento aquel artefacto los hubiera entrecerrado con suficiencia. —Además, cosas más raras se han visto…

A eso no tuve nada que añadir. Ese argumento era completamente sólido y sin embargo, allí había algo que no encajaba. ¿Pero qué?

Miré la hora en mi reloj de bolsillo para intentar recuperar el control de la situación. Ya nadie llevaba relojes de ese tipo. Seguía esperando secretamente que algún observador reparase en aquel detalle, pero todo el mundo seguía trazando diagonales a mi alrededor sin siquiera mirarme. Pero si estaba en aquella plaza, no era para quedarme allí plantado como un pasmarote, sino para escribir por fin la gran historia que mi cerebro aún no había podido engendrar. La historia definitiva.

Pensé que era buena idea dar un paso más en mi relación con aquel banco. Así que primero flexioné el tobillo. Levanté despacio la correspondiente rodilla con el consiguiente crujido achacoso, era igual, no estaba llamado a ser sargento de caballería del Quinto Regimiento de su Majestad, así que poco importaba, y pronto mi pierna quedó en vilo, a un paso entre la flexión y la extensión, con un zapato de piel marrón surcando el espacio entre el suelo y el siguiente tramo de suelo. Reparé en la extrema lentitud de mis movimientos y, por un momento, temí que se hubiese formado un círculo de curiosos a mi alrededor, pero no, en Madrid nada era más habitual que lo extraño.

Luego todo pasó muy rápido.

Un paso. Otro paso. Mi abrigo ondulante. Mis posaderas sobre el banco.

—¡Pero qué! Me vass a ahogá… ¡Maldito cagcamaaal!

—¡Cállese! ¡Los bancos no hablan!

Nadie reparó en este breve diálogo, así que saboreando mi triunfo sobre aquel asiento,  apoyé la pierna derecha sobre la rodilla izquierda. Pana gris sobre pana gris, calcetines verde oliva casados con calcetines granate-rebajas. Antes de quedar bajo el dominio de mi peso, el banco usó sus últimas fuerzas para soltar un exabrupto.

¡Gilipóah!

Ignoré la descortesía y me dispuse a disfrutar de mi sensación de victoria. Desde aquel trono tenía una perspectiva nueva de la plaza de Callao. Como si pudiese ver las cuerdas que movían los títeres, el trasiego de turistas y madrileños se me antojaba sin sentido. La argamasa que mantenía unida las acciones casi aleatorias de las personas, parecía haberse desmigajado, tal como ocurría con la magia del teatro cuando la obra se contemplaba entre bambalinas.

Sujeté la pluma como una lanza, el papel dispuesto como un campo de batalla, y abrí mis ojos para ver. Para escribir mi gran historia. La historia definitiva.

Se me ocurrió que la gente podría ser una buena fuente de historias, así que entrevisté a todo aquel que pasaba cerca de mi perímetro creativo.

—¿Qué opina usted de los bancos? —ponía SEUR en el mono gris del hombre. —¡Unos ladrones!

—¿Qué opina usted de los bancos?—flequillo de Cleopatra, mallas de guepardo. —No ssé tío.

—¿Qué opina usted de los bancos?—un momento de silencio para reflexionar. —Que no cobramof zuficiente.

—¡Cállese! ¡Le he dicho que los bancos no hablan!

No, con la gente no bastaba. Mi historia aún estaba por escribir.

¿Qué podía hacer? De momento, ahuyenté a una paloma antes de que se cagase en el banco.

Miré a la muchedumbre. Todos inmersos en un movimiento permanente y aleatorio. Una rica colección de calzado con caras cenicientas. Todas esas caras con la vista fija en rectángulos de papel, en rectángulos luminosos, en rectángulos de suelo moviéndose por las baldosas. Una existencia reducida a los ángulos rectos. Una vida adaptada a sus cabezas-apisonadora. A la mente-enjambre.

Pegué una palmada y sonreí. También ellos tenían derecho a probar el regalo de Apu. La chispa que me había llevado a mi nuevo estado de percepción. A mi intensa conversación con el banco ahora dominado.

El sobrecito blanco seguía en el bolsillo, en el membrete rezaba con letras doradas: «Translocación». Un producto muy apreciado por artistas y bohemios. Una fuente inagotable de creatividad. En palabras de Apu: El univiersso se quitará la rropa y tú ssolo podrásss babear como un adolessente.

Apu solo vendía mierda de la buena.

El polvo rojo, muy parecido al azafrán, seguía acumulado en un rincón del sobrecito. Cuando lo sacudí sobre mi cabeza, se formaron dos nubecillas de humo dubitativas. Pronto, las partículas se dispersaron por toda la plaza.

Empezó a hacer efecto cuando yo ya tenía el papel y la pluma listos para cualquier cosa.

—¡¡SNIFFFFZZZZRRRRGGGHH!! —a la señora del caniche no le sentó muy bien y comenzó a convulsionar sobre el pavimento. Sin embargo, el caniche ya mencionado, la observaba erguido sobre sus dos patas traseras y expresión de indiferencia. —¡Fufú! ¡Aýudame! ¡¡COFFFGGG COFGG!!  —el perro miraba para otro lado y mascullaba: ¿Quién soy yo para oponerme al devenir de la historia?

La gente de la plaza de Callao se miraba con extrañeza. Se quitaban la ropa, brincaban de acá para allá. Filosofaban salvajemente, en parejas, en tríos. —¿Quién soy? —dentro de un quiosco.

Contra la pared, una chica le preguntaba a un barrendero. —¿Adónde voy?

—¿Por qué? ¿Por qué?—se preguntaba una paloma a la vez que se encogía de hombros una y otra vez.

Estaba a punto de escribir la primera letra de mi gran historia, pero entonces noté cómo el suelo bajo el banco se hundía en algún sitio oscuro. Las tinieblas fueron abriéndose paso hasta que un punto de luz intensa nació en el fondo de un túnel.

Sonreí. No había contado que con aquel acto de generosidad, que aquella improvisada dispersión de la maravillosa droga para el disfrute general, también me afectaría a mí, pues me encontraba justo en el hipocentro del área de dispersión del polvo rojo. No había contado en definitiva, con recibir una intensa sobredosis de «Translocación».

Fue un error de cálculo muy afortunado. Gracias a esto conocí a alguien que pudo ayudarme con mi gran historia. La historia definitiva.

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