Un mendigo con horario de oficina
En una de las esquinas donde se cortan la calle del Doctor Esquerdo y la calle de Hermosilla siempre hay un tipo alegre y risueño de pie junto a la entrada de un bar. Un hombre de raza negra y contextura gruesa que estira su brazo para dar la mano a casi todo el que pasa por allí mientras saluda diciendo «hola, amigo», con un acento que delata que el español no es su lengua materna. Tiene aspecto limpio, lleva vaqueros anchos, zapatillas deportivas y una chaqueta que a simple vista denota ser unas dos tallas más grande que la suya.
Pronto empieza una conversación en la que el hombre comienza a desvelar la historia que se esconde detrás del «tipo simpático de la esquina», como se refieren a él algunos comerciantes de la zona. Pasados unos minutos dice que desea hablar en inglés, su idioma, porque «en español no hablo bien, amigo». En la lengua de Shakespeare, aunque con un acento muy peculiar, empieza contando que es de Benin City, una ciudad ubicada a unos 320 kilómetros al este de Lagos, Nigeria.
Jonah Igbinosa dice tener 28 años y ser el séptimo de quince hermanos en una familia en la que la madre vendía comida y el padre era médico. Un episodio le marcó mientras pasaba de ser un niño a convertirse en un hombre. Ocurrió cuando tenía dieciséis años: recibió una llamada telefónica y le informaron que su padre, cristiano, había discutido con unos musulmanes, que lo asesinaron. Nadie fue a la cárcel por ello.
«Ir en patera fue un riesgo que no asumiría de nuevo»
En 2008 tomó la decisión de dejar su país para ir a Europa. Prefiere no relatar con detalle el periplo que le llevó hasta España, quizás para evitar recordar momentos difíciles. Sólo cuenta que un amigo le alquiló un coche y junto a su mujer viajó durante tres días para llegar a Níger, su primera parada. Allí estuvo durante tres semanas antes de arribar a Argelia, desde donde viajó hasta Marruecos, país donde estuvo durante cinco meses intentado conseguir dinero para pagarse el viaje a España. Llegó a la costa de Málaga en junio de 2009, en una patera y sin pagar. Su mujer estaba embarazada y un «amigo marroquí» consiguió que no tuviera que dar dinero a las mafias que organizan estos peligrosos viajes. «Fue un riesgo que no asumiría de nuevo», asegura.
Jonah acaba emocionándose mientras relata su larga travesía. Por delante del bar van pasando personas de todas las edades y aspectos, niños, adultos y ancianos, mejor o peor vestidos, casi todo el que pasa le conoce. Unas veces él saluda y otras le saludan primero. Muchos le dan monedas sin nada a cambio. Afirma que al día puede obtener «unos 18 euros» que le sirven para alimentar a su mujer y su niña de 3 años, que le esperan cada día en casa. «Este es mi trabajo, hay gente que me compra los pañuelos que vendo y otra que me da dinero porque quiere ayudarme». Se lo toma con seriedad, cumple un horario estricto —«de 9.00 a 15.00 todos los días» —y no deja que ninguna pregunta le distraiga de su objetivo: alguien digno de un apretón de manos que suelte unos centavos. Sin embargo, afirma que le gustaría hacer otra cosa y mientras se toca los brazos expresa que es «fuerte» para poder dedicarse a «lo que sea». A pesar de no tener un permiso de residencia ni un trabajo formal con un sueldo garantizado, asegura sentirse «feliz e integrado».
Este hombre es sólo un ejemplo de los miles de inmigrantes africanos que cada año arriesgan su vida buscando un mejor futuro en Europa y que, aunque en condiciones precarias, viven mejor que en el continente negro. Muchos fracasan en el intento. Y es que hay un mundo al otro lado del Mediterráneo en el que el déficit democrático, la falta de desarrollo económico, la pobreza, la lucha por los recursos y los conflictos étnicos-religiosos seguirán llevando a miles de personas a enfrentarse a la mismísima muerte en una patera —como hizo Jonah, y frente a la cual por fortuna salió vencedor—con la única esperanza de alcanzar «el sueño europeo».