El Candela: el templo del flamenco madrileño

Un grito hondo que roza el llanto, una guitarra que eriza la piel, un tacón que se impone al hacer sonar el suelo… un modo de entender el arte y también la vida. Dicen los que saben que cuando el flamenco llega, lo hace para quedarse. Encandila todo lo que toca pero solo a unos pocos músicos les regala el don de llamarse «artistas». Y solo a unos pocos lugares les permite erigirse como auténticos «templos del flamenco».
El Candela, del barrio madrileño de Lavapiés es uno de esos templos. Paco de Lucía, Camarón, Enrique Morente, Ray Heredia, Pepe Habichuela, Rafael Riqueni, Gerardo Nuñez, los Ketama y un sinfín de «grandes» han pasado por allí. Pero casualmente, no para actuar, sino para regalar su arte y su presencia sin necesidad de escenarios. El Candela se convirtió, desde su nacimiento hace ya treinta años, en el «hogar» de estos y muchos otros artistas flamencos y no flamencos.
Pero…¿por qué el flamenco (y no al revés) eligió este lugar? «Lo atribuyo al carisma de mi hermano, aquí los artistas se sentían como en casa», asegura Octavio Aguilera Fernández, administrador del bar desde 2008, año en que su hermano y hacedor de este «templo sagrado» del flamenco, «Miguelito Candela», perdió la vida tras caer de la azotea de casa. «Mi hermano murió de éxito», asegura no sin cierta nostalgia en el rostro.
«Miguel no quería actuaciones, iba personalmente a buscar los artistas a los tablaos y se los traía al bar», cuenta su hermano. «Yo, por aquél entonces era camarero y veía un sinfín de gente entrar con las guitarras y no sabía por qué. ‘Simplemente porque están a gusto’, contestaba mi hermano». Así se fraguaron inolvidables juergas. En la cueva del Candela, a la que se accede atravesando el espacio principal y bajando unas empinadas escaleras, se daban cita los músicos. «Morente celebró su cumpleaños tres días seguidos», cuenta Octavio animado.
«Y también se han casado muchos», interrumpe Fran Morera, íntimo amigo de Octavio y actual programador del «templo». «No me gusta llamarlo bar», aclara. Fran es programador porque desde abril, al Candela se le ha dado una vuelta de tuerca. Ahora sí hay actuaciones. «Al ser un sitio emblemático consideré que estaba poco aprovechado y que los músicos debían tener un cauce de expresión. Como Candela ha sido siempre un centro de acogida, encajaba la idea de poner una programación continuada», explica Octavio que aclara que el nuevo proyecto no persigue un fin económico, ya que en realidad, «vivimos de las copas».
En la cuna de Lavapiés
Y es que el Candela está enclavado en pleno centro de Madrid, en un barrio de encuentro y de fiesta por excelencia que es Lavapiés, concretamente en la calle del Olmo, número 8. La gente pasa por allí porque es céntrico y «porque es de los pocos que cierra a las seis». Pero el público tampoco olvida de que se trata del mítico bar de los artistas del flamenco. «Vengo aquí porque sabes lo que te vas a encontrar, es un sitio de flamenco que te abre las puertas, que es accesible», cuenta Marisa, una joven rodeada de amigos que asienten con la cabeza al escuchar su comentario. En el otro extremo del bar, dos jóvenes sentados en una mesa orientada hacia uno de los ventanales enrejados del bar, alzan la voz para intentar escucharse. «Soy bailarina, por eso vengo al Candela», explica María sonriente. «Me gusta lo que ponen aquí», dice y se interrumpe a sí misma para tocar unas palmaditas al compás de la música y aprovecha para señalar a otra joven que baila en medio del salón. «Eso sí, hay que tener en cuenta la hora porque muy entrada la madrugada son capaces de poner hasta el Sarandonga», lamenta.
Pero el que sabe lo que pasa de principio a fin es Nico, el portero, un ucraniano corpulento vestido de negro de pies a cabeza pero con mirada de niño y las mejillas rosadas del frío. Lleva casi 14 años abriendo y cerrando las puertas del bar. Conoce al dedillo quién entra y quién sale, también, a los que lo «amenazan de muerte». «A algún gitano le he dicho que se ponga en fila, que ya hay muchos que quieren matarme», bromea. «Por aquí viene gente del barrio, de Lavapiés, gitanos, artistas y algún guiri que no sabe de nada pero al que le han recomendado que pase por el bar».
Nico no puede ocultar su acento pero habla un perfecto español y su conocimiento del flamenco podría sorprender a más de un payo o un gitano. «En mi país he visto que en algunos sitios se anunciaban espectáculos flamencos pero eso de flamenco no tenía nada», asegura. Aquí en el Candela se siente como en casa y sabe que no es el único. «La gente vuelve, incluso algunos que por el dolor que les ha causado la muerte de Miguel, han decidido regresar», explica.

«Hay un renacimiento»
El Candela también ha regresado e intenta dejar de vivir de lo que fue. «Hay un renacimiento. Nos hemos mirado al espejo del pasado y nos hemos dado cuenta de que el Candela ha envejecido, ha tomado cuerpo y el futuro va a ser más brillante», señala Fran copa de brandy en mano. Para las actuaciones cuentan con gente joven y no necesariamente españoles. «Este arte no tiene fronteras. El idioma es el de la guitarra», explica Octavio acallando a los más puristas que posiblemente se sorprenderían al ver a un finlandés, a un brasileño o a un libanés arriba del escenario. «Estamos haciendo una apuesta por jóvenes talentos. Los prejuicios de este tipo se dan más en los gitanos “viejos”», añade. Recuerda que Paco de Lucía o el propio Camarón también fueron rompedores. «Cuando se publicó el álbum La leyenda del tiempo de Camarón los gitanos iban a devolver el disco a la tienda y 30 años después es reconocido por todos», concluye.
Pero el Candela no vivió solo de la música. «Aquí venían pintores y grabadores, y se hacían muchas tertulias culturales», cuenta animado Alfonso García, actual camarero y cliente desde hace 25 años. «Se acababa la noción del tiempo», asegura. Ahora se ven menos artistas y para Octavio se trata de una cuestión generacional. «Los gitanos tienen los hijos a los 20 años y a los 30 o 40 ya son abuelos. Son generaciones que se han retirado, grandes dinosaurios que no necesitan trabajar ni ‘bajar a la arena’. También hay mucha gente que no viene por la pena que siente al recordar a mi hermano», lamenta. «Era una persona excepcional, tremendamente inteligente, se pasaba horas jugando al ajedrez con Morente», narra Octavio que se define a sí mismo como la «oveja blanca» de la familia y, humildemente, como la «sombra» de su hermano. «Miguelito murió de éxito, insiste, al éxito económico se sumó la miseria personal, pero no se suicidó como dijeron algunos medios. Era un genio y pese a todo, estaba desvalido», narra bajando la vista. «En el tanatorio unos gitanos le cantaron un martinete», recuerda. «También estaba Morente, que se me acercó, me abrazó y me dijo: ‘Sé que vas a hacerte cargo de todo y lo harás muy bien’».
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