San Sebastián, 1937
Al mirar por la ventana sintió el aire fresco del Cantábrico. El Urumea se balanceaba mansamente aquella mañana de diciembre, en la que Agustín se había levantado con la acidez habitual después de una noche de excesos gastronómicos y etílicos. El charco de whisky de su habitación de hotel lo atestiguaba. De camino a la redacción del Diario Vasco, se encontró con el cura Yzurdiaga y con Ridruejo:
«¡Hombre, Foxá! ¿Te veremos en la comida con de la Serna? ¡A lo mejor viene también Concha!».
Aquel nombre le hirió el alma como si un bisturí le hubiera abierto sin anestesia.
«Ya sabéis que me he prohibido rechazar cualquier evento a base de cocochas».
Dejó su artículo en el periódico y decidió caminar, esta vez contra sus costumbres, hasta la playa de Ondarreta, lejos de la muchedumbre que abarrotaba los bulevares y paseos de San Sebastián, apresurada por hacer las últimas compras antes de que todos los comercios cerrasen por Nochebuena.
De cara al mar, rememoró la excursión del día anterior con Concha y otros, por Zarauz y Oñate; cómo le recitó sus versos y recogió su aplauso devoto, el aplauso de una amiga fiel, sólo amiga. Su rostro se contrajo entre hipidos patéticos cuando a su memoria llegó el instante del rechazo, no por esperado menos temido.
«Conchita, sabes lo que eres para mí. Cada vez que me acuesto pronto lo hago para soñar contigo. Marcharé en unos días a Salamanca, y llevarme de ti solo un recuerdo hace que la guerra y el destino de la España nacional me importen un pimiento. Conchita, sabes que te quiero».
Ella, tan maternal hasta para estrujar como papel el corazón de un buey, le respondió aquello que sólo podía salir de un corazón que entendía el sentido del sacrificio: «Agustín, sabes que te quiero bien. Y por eso te digo que yo no soy un personaje de tus obras de teatro; que pronto te aburrirías de mí y, en el colmo de la desesperación, me aborrecerías después haber llenado varias cuartillas con tus poemas. Agustín, en menos de un mes, me habrías chupado como la cabeza de una de esas gambas que tanto te gustan, y no sabrías en qué papelera tirarme».
A la comida no asistió Concha, de visita a unos parientes de Lecároz, según Ridruejo. Ni las cocochas ni el changurro consiguieron levantar el ánimo a Foxá, callado como un niño abatido por una mala noticia:
«Foxá, ¿qué cojones te pasa? ¡Que pronto nos vamos a Salamanca, hombre! Me ha dicho Torrente Ballester que tenemos que ir al Novelty, que ahora le han puesto Nacional. ¿Qué te parece que le hayan cambiado el nombre, eh?»
Al fin, reaccionó para evitar el torpe intento de Víctor por animarle:
«Lo importante es que no cambien el menú de la noche».
Después del almuerzo, siguió hipando en silencio, pensando que Dante se equivocó al reservar su lasciate ogni speranza para la puerta del Infierno, cuando habría que susurrárselo a cada recién nacido, para que fuese aprendiendo lo que significa vivir.
La cena, en casa de los Soraluce, fue apacible y hasta entrañable. Después, de camino a la iglesia del Buen Pastor, Agustín ardía ante la posibilidad de volver a ver a Concha. Durante la homilía, unas palabras del sacerdote le sobresaltaron:
«Porque quien ama a una persona poniendo en ella toda su esperanza, acabará aborreciéndola. Pues llegará el día en que, después de haberla chupado como una cabeza de gamba, no sabrá en qué papelera tirarla».
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La forma de escribir de este gran periodista es única.
Me ha encantado tu relato