La taberna que nació, murió y renació a la sombra del edificio España
La noche antes de bajar por última vez el cierre del negocio al que había dedicado su vida me pidió que le dejara solo. Se jubilaba después de 41 años y tenía que decir adiós al local en el que había gastado su energía. Le esperé en el coche y el trayecto a casa fue en silencio: un extraño homenaje donde la ausencia de ruido parecía amplificar el bullicio de los años pasados. En realidad fue la única noche de ese mes de julio de 2013 que no me contaba la misma historia. Arrancaba igual: «En el año 84 lo reformé todo, puse los precios más caros del barrio y aún así no dábamos abasto». Noche tras noche. No era un lamento por el negocio perdido, era un lamento por la juventud que se le escapaba. Durante ese último mes rememoraba las noches siendo el jefe de aquel pequeño bar, noches que los trabajadores del edificio España y de varios locales anexos hacían eternas. Pasaban allí las madrugadas y no salían hasta que la luz del amanecer se colaba por alguna rendija. Daba igual que fuera entre semana o que el coche estuviera en doble fila. Eran otros tiempos.
La vida del 12 de la calle de los Reyes transcurrió paralela a la torre que le da sombra: el edificio España. El octavo edificio más alto de Madrid comenzó su construcción en 1948 para convertirse en el emblema nacional de una época. Aquel mismo año llegó mi abuelo a Madrid para trabajar en Hylogui, el restaurante al que venían a parar muchos de los habitantes de Navarrevisca (Ávila) que querían probar suerte en la capital. No aguantó mucho, «es mejor ser cabeza de ratón que cola de león», solía repetir. Así que cogió a mi futura abuela, cocinera en aquel restaurante, y juntos alquilaron un local frente al profundo agujero en el que fraguaban los cimientos del edificio. Ahí empezaron a construir su propia historia.
Las 165 pesetas que pagaba Lucio Muñoz —mi abuelo, que no el pintor madrileño— por el alquiler aquel febrero del 53 no hubieran servido para costear uno de los 65.000 metros cuadrados del edificio España, que acabó costando, según las cuentas oficiales, 200 millones de pesetas. Nada más inaugurarse, el edificio sirvió para estructurar la Plaza España tal y como hoy la conocemos, a la espera de ver erigida la Torre de Madrid (1954), el otro gran rascacielos que hoy la preside.
En diciembre de 1959 las fachadas del centro de Madrid aparecían engalanadas con las banderas de España, de EE.UU. y el retrato del presidente Eisenhower. Ese día mi abuelo cerró el bar, cogió a mi padre, que ya tenía 11 años, y salieron a recibir a quien creían que era el hombre más poderoso del mundo. No supieron ver que sobre ese brillante Cadillac descapotable llegaba también la apertura de España al mundo. La época del desarrollismo llegó enseguida de la mano de los tecnócratas y las pymes —aunque si en aquel momento mi abuelo dice que es dueño de una «pyme» le hubieran retirado el pasaporte— aprovecharon el tirón económico.
A mediados de los setenta padre e hijo trabajaban mano a mano. Junto a ellos, en los 60 metros de local, trabajaban otras cuatro personas. Al mismo tiempo el Hotel Plaza (después Hotel Crowne Plaza) se convertía, quizá, en el hotel más famoso de España.
La vida entre parroquianos
La primera vez que me puse detrás de la barra tenía 16 años. Era 2006 pero ya nada era lo mismo en la zona, no al menos en la calle trasera de la emblemática construcción. Un año antes el edificio había cerrado. Por aquellas fechas vi pasar a muchos de sus antiguos inquilinos y extrabajadores. Todos ellos coincidían en el cruce de sensaciones que vivían. Dejaban una parte de su vida atrás, pero a cambio, la empresa propietaria, Metrovacesa, les dio una buena indemnización (los que más tardaron en aceptar la expulsión, más recibieron). Tampoco era un mal momento. De hecho la economía crecía y crecía y el precio de la vivienda marcaba un nuevo récord cada mes.
Nemesio y Fernando fueron dos de estos trabajadores que con el dinero de la indemnización montaron nuevos negocios de hostelería. Los dos vivían detrás de la barra en sendos bares del interior del edificio, desde donde veían entrar y salir sin descanso a los clientes del mítico Hotel Plaza. Pero la crisis les pilló por sorpresa y ninguno de sus nuevos locales triunfaron. Hoy recuerdan esos tiempos y el vacío que dejaron en el inmenso espacio abandonado del hotel. El pasado, filtrado por el tamiz de la nostalgia, produce extrañas sensaciones.
Que tus padres tengan un bar, es, sencillamente, una putada; pero tiene sus ventajas. Cualquiera que lo haya vivido lo sabe. La vida familiar se organiza alrededor de horarios imposibles y de trabajar cuando el resto está de fiesta. Alguna vez se lo recuerdo a mi madre cuando me dice que estos horarios del periodismo no son normales. No es el único paralelismo entre ambas profesiones. En las dos tienes que tratar con gente (fuentes o parroquianos) que, en la mayoría de los casos, no aguantas. Y en las dos, si lo sabes llevar, te enganchas.
Juan Tallón cuenta en JotDown que «nada está bastante perdido si todavía puedes dar un portazo, irte de casa y bajar al bar», mientras enumera cómo algunos de los mejores escritores de la historia necesitaban del refugio de una barra para escribir sus líneas más sublimes. En ningún sitio se aprende más del hombre que observando a los parroquianos de una tasca de barrio. Si creces entre ellos, más. Manuel Jabois lo narra mejor de lo que yo podría hacerlo aquí: «Me crié entre las piernas de toda esa clientela, y cuando la estatura me dio por fin para llegar con las manos a la barra, comencé a poner vinos». Un bar, en Ourense o en la Plaza España de Madrid, es un bar.
Un nuevo tiempo
Con el edificio España cerrado, los negocios de la calle de los Reyes languidecieron. En los poco más de cincuenta metros se concentraban ocho bares, y sin el movimiento de personas que generaba la mole de 65.000 metros cuadrados no había negocio para todos. Aguantaron algunos; otros cambiaron de dueños. El que era bar de mis padres, «El aperitivo español», decayó a la par que el edificio España. Pero el paralelismo no podía morir así. No tan mal. No después de medio siglo de unión. A finales de enero el Banco Santander anunció que derribaría el interior del edificio (la fachada está protegida) y construiría en sus 25 plantas un nuevo hotel, viviendas de lujo y comercios. Un mes antes el viejo aperitivo español también se había reinventado. Un nuevo dueño reabría el local, esta vez como una taberna vasca llamada Iurreta. Los pintxos sustituían a los aperitivos. Nuevos tiempos para nuevas historias.
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Si señor buen articulo, yo también disfrute del Aperitivo Español durante muchos años.
Que tengas suerte en el periodismo, saluda a tus padres.
Paco y Elo.