Esvásticas, roqueros y diputados
Autores: Gonzalo L. Sánchez y Josefina G. Stegmann
No es domingo, no hay rastro. La calle Carnero está irreconocible. En el número 13 hay un cartel amarillo que pasa desapercibido pero que da paso a una profunda cueva cuyo olor está cargado de historias. Donde el óxido se acumula capa a capa con el paso de los años y los objetos susurran sus vidas anteriores.
En Intariamilitaria es posible tocar el pasado y llevárselo a casa. Uniformes en perchas, cascos de la Alemania de Bismarck, cruces de hierro, bayonetas, sables de caballería, pistolas de mecha, postales, máscaras de gas, gorras de plato, katanas, paquetes de tabaco del III Reich, platos personalizados y fotografía. Todos ellos pertenecen a otro tiempo. Todos ellos estuvieron en las manos de otros hombres que fueron.
Arnaldo Hilmar lo sabe. En su tienda no solo vende, también se cobija. Se refugia en el tiempo, en el pasado. Explica el porqué de su oficio a través de los gestos, de la meticulosidad y del amor con el que coge cada pieza, la observa, la investiga, la limpia. «Es pasión por la historia», resume. La tienda es pequeña pero los objetos desbordan la mirada. Si fuese el doble de grande tal vez estaría igual de abarrotada.
«Cada pieza es una anécdota». Al decirlo, Arnaldo Hilmar sonríe y vuelve los ojos hacia arriba, como si recordase. Tiene las manos enfundadas en unos guantes de látex amarillentos mientras frota el mostrador con un paño húmedo. Bajo el cristal guarda dagas ceremoniales de las SS (Schutz-Staffel) junto con pistolas de pólvora. Ha dejado el vidrio inmaculado.
La daga ha quedado reluciente. Mientras habla, sus ojos claros comprueban que todo sigue en su sitio. Sin embargo, alguna espada ha rasgado sus vaqueros y su camisa azul a cuadros no está totalmente abrochada. «Aquí hay mucho trabajo, todo esto necesita mantenimiento y mucho cariño». El tiempo juega en contra y ha tenido que guardar alguna gorra en un congelador para evitar que las polillas acabasen con ella.
–Oye Arnaldo, ¿has visto esto? -Óscar acaba de entrar y tiene entre los dedos un broche dorado en forma de águila cuyas garras sostienen una esvástica. –Se me ha desteñido, creo que no es original.– Insiste mientras Arnaldo Hilmar sigue limpiando.
Sale de su abstracción solo cuando el broche aterriza en sus manos. Arnaldo Hilmar lo inspecciona lentamente y sin decir nada, saca otro prácticamente igual, solo que un poco más brillante. Y auténtico.
«A veces cuesta distinguir si una pieza es original. La única forma de estar seguro es documentarse, navegar por internet y, sobre todo, fiarse de la experiencia», explica el anticuario. «Hay empresas dedicadas a hacer falsificaciones, así que la confianza en el vendedor es clave para que un coleccionista invierta un sueldo entero en un daga».
«Se me pone la piel de gallina con este tema. No soy nazi, pero me apasiona la estética, las dagas, la ropa», confiesa Óscar, un camarero que se ha dejado 800 euros en su última visita a la tienda. «Tenía una novia dominicana que se asustó cuando vio las banderas que tengo en la habitación, pero yo no tengo esas ideas».
Hilmar ha visto «coleccionistas obsesivos» que se gastaban más de lo que podían, «como si se tratase de una adicción». Aparte de un hobby, hay quienes ven en el coleccionismo una forma de invertir: «Las piezas siempre se revalorizan», asegura. Por eso no sorprende que los coleccionistas compitan agresivamente por vender y comprar. «Nos matamos entre nosotros». Entre sus clientes habituales hay dos roqueros muy famosos que compran objetos nazis y un diputado al que le interesa lo medieval. «Esto le suele gustar a gente que sabe mucho y que se lo puede permitir. Aunque no todo es caro, hay piezas desde 20 euros».
–Disculpe, ¿tiene un sable de policía? Es para el teatro. -El vendedor se acerca hasta una esquina y comienza a rebuscar entre los sables, espadas y floretes medio oxidados que esperan a que alguien les dé mejor vida. Al cabo de un rato, desiste de la búsqueda y vuelve al mostrador para seguir colocando sus piezas. En menos de una hora, ha recibido dos llamadas de personas interesadas en dagas, le ha llamado un nostálgico de la OJE (Organización Juvenil Española) en busca de una navaja, y ha entrado un hombre para comprarle un sable a su mujer, que es esgrimista.
Después de muchos años viajando por el mundo para rescatar objetos olvidados, sobre todo por Estados Unidos y Argentina, Arnaldo Hilmar confiesa que se ha vuelto más profesional y ya no tiene la chispa del principio. «Tengo la visión de un arqueólogo». A pesar de todo, confiesa que no ha perdido el olfato. «Las piezas vienen a mí, no voy yo a ellas».
Aunque Napoleón y Hitler son los favoritos en esta tienda, ha recopilado piezas muy diversas: un hacha de sílex, el casco de un conquistador español del siglo XVI, un chaleco que utilizó Franco, el cepillo de dientes de Alfonso XIII o un cañón hallado en Colombia.
Este abogado se pasa el día entre antigüedades, pero encima tiene su propia colección: «Me gustan las piezas de Sudamérica y de la Guerra Civil. Me he criado en Colombia y Asturias y esas cosas forman parte de mí». Reconoce con cierta timidez que muchos coleccionistas le tienen miedo a su mujer por gastarse el dinero en esta afición, cosa que no comprende.
Para algunos, tocar un pedazo de la historia no tiene precio.
Me atrevo a sugerir leer las entradas sobre tecnología militar a lo largo de la historia del blog LicenciaHistórica, por si necesitan inspiración o ubicar en el tiempo algunas de ellas: http://licenciahistorica.blogspot.com.es/2013/10/del-palo-afilado-la-ciberguerra-la_31.html