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La desangelada escalinata de Alfonso, el fotógrafo

cesarbuena

La noche urbana convierte a todos los individuos, por muy coloridos o sonrientes que sean, en hombres pegados a sombras. En la oscuridad todos somos desconocidos, y junto a los últimos restos de la muralla medieval de Madrid no suspiraba una sola alma cuando comencé mi trayecto hacía el kilómetro cero de España. Excepto por las sombras aturdidas que regresaban de trabajar. Y ninguna de ellas parecían remotamente interesadas en un joven que miraba inquieto en dirección a las ruinas y garabateaba en un folio arrugado. Es decir, una sombra que miraba otra sombra.

Lo único reseñable de la calle, la Embajada de Armenia en Madrid, no mostraba ningún síntoma de vida en su interior. Tan solo una cámara de vídeo que vigilaba con hostilidad mi paso como queriendo decir: «Sigan caminando». ¿Sabrá ese cachivache qué Madrid fue la capital de Armenia en 1375? La historia, cada vez más conocida, data de cuando León V de Lusignan, que era rey de Armenia, fue secuestrado por los mamelucos en el siglo XV. Tras perder su reino, Juan I de Castilla le otorgó el señorío de Madrid, donde León V plantó la capital de Armenia.Con los años, el monarca armenio perdió todo el interés por sus nuevas tierras. Avanzo. Yo también he perdido interés en Madrid, aunque sea solo a una de sus calle. Esa.

Remonto la Calle Mayor en dirección a Sol. En su cruce con la calle Bailén, me encuentro lo que puede ser un Madrilánea de manual, una gran historia: ¡la gran bomba! Una veintena de patineteros, todos vestidos con las mismas camisetas negras de llamas pintadas en los extremos, están apunto de emprender una especie de marcha nocturna. Y justo cuando estoy a pocos metros de ellos, despega la nube de patineteros en todas las direcciones. Dos de ellos toman la carretera en dirección contraria y, por muy poco, casi se estampan contra un coche. Se masca la tragedia. Y después del susto, del rapapolvo del conductor y de la huida masiva, queda un pobre redactor sin noticia y con la primera pregunta en la boca. Se han escapado.

Herido en mi orgullo de redactor bisoño avanzo hasta encontrar un consuelo. La figura de bronce dedicada a un anciano que parece mirar con distensión una obra. En realidad, mira las ruinas de una antigua iglesia medieval. Como si estuviera entrevistándole me coloco a su derecha. Y entonces, un par de individuos que hablan en árabe pasan a mi lado y se detienen a dar una palmada en el trasero del anciano. Es, quizá, el trasero más brillante de Madrid. Y de pronto me doy cuenta de que soy un chalado con una libreta en un callejón oscuro. No me inquieta, frente a mi hay dos turistas sobándole el culo a una estatua.

En ningún lado aparece explicación alguna de quién es ese anciano o por qué está condenado a residir allí. Sin embargo, una placa indica el hecho más ilustre ocurrido en esta calle madrileña: el asesinato del secretario Juan de Escobedo el 31 de marzo de 1578. Por orden de Antonio Pérez y con el consentimiento de Felipe II, varios individuos embozados asesinaron al secretario de Juan de Austria en este lugar.

Patineteros huyendo y turistas sobones. ¿Es esta mi ciudad? No lo parece y entonces recuerdo algo que me hacía mucha gracia antes. Habían tenido la desfachatez de bautizar a una escalinata con el nombre de un pobre fotógrafo, justo enfrente del lugar de referencia de los suicidas de Madrid: el puente de Segovia. Me refugio un rato allí, a mano derecha de la Calle Mayor. Se trata de la escalinata (una callejuela en escalera) dedicada al fotógrafo Alfonso, que desarrolló su obra de principios de siglo XX hasta la posguerra. Ya no me resulta gracioso. Puesto que hay más calles que longanizas, no debería ser legal dedicar a nadie una mísera escalinata. ¡Malditos!

Tras maldecir a todos los posibles autores del escarnio, posiblemente los mismos que condenaron a un anciano con boina a lucir nalgas brillantes donde murió Escobedo a manos de malvado Pérez, me doy cuenta de que llego tarde a mi reunión en Sol. Lo que queda de tramo se convierte en un enorme sprint. Así no hay tiempo para ver nada.

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