El gigante con vistas al oso y el madroño
Como un gigante que surge de los abismos, la puerta de Alcalá se erige majestuosa sobre el horizonte de Madrid. Al coloso no le quedaron fuerzas para terminar de salir de las profundidades. Así permaneció, piernas y brazos aferrados sobre la tierra, mientras flores blancas y caminos de baldosas rosadas fueron naciendo a su alrededor. Hoy contemplan, posados sobre sus hombros, cuatros guardianes de las virtudes.
Con casco y escudo, la fortaleza insufla la pasión necesaria para no rendirse. Pedal por pedal, pierna a pierna, un madrileño escala la colina de Alcalá sobre dos ruedas. Lleva su armadura propia. Chaleco verde luminiscente y casco alargado hacia atrás asemeja más un gnomo que un bicicletero. Las gafas de sol en la oscuridad complementan su personaje.
Dejando atrás al alpinista rodante, un grupo de muchachos debaten intensamente donde desarrollar el desenlace de su noche. Palabras ardientes de argumentos -«que no, macho. que yo ahí paso«- deleitan a los clientes del irish pub James Joyce. Siguiendo la lógica que parecen subscribir -a mayor extensión y agitación de brazos, mayor razón se tiene-, el derecho de los mozos a emborracharse a un precio módico confirma que de nuevo la justicia se corona victoriosa.
Igual de válido que disfrutar de los hechizos de la noche madrileña es tener la templanza necesaria para saber cuándo retirarse a tiempo. En la parada de bus del N8, en una de las zonas aledañas a la Cibeles, hacen cola a la espera de los buses nocturnos. Avistando que su transporte se marchaba ya, un hombre apura los últimos metros. Eso sí, no sin antes comprarle una cerveza al pakistaní haciendo guardia nocturna.
Más prudencia tiene Ángel. Sabemos que se llama Ángel por la placa que se asoma de la ventana delantera del camión. Naranja industrial con letras blancas desgastadas en las que se lee: Señales y balizamiento S.L. compone su carroza. Esta noche toca trabajar.
En la cara exterior, mirando hacia el este, un sátiro contempla la vida que late aún en la madrugada de Madrid. Mitad hombres, mitad cabras, son símbolo del apetito sexual. En la esquina de la calle Alcalá con la Gran vía un grupo de jóvenes dispuestos a conquistar la noche avistan en el horizonte la presa perfecta. El contacto visual es el primer paso del ritual de seducción. Ambas manadas se dirigen hacia el encuentro. Un roce intencionado, camuflado como un choque accidental, es excusa más que válida para colocar seductoramente un brazo sobre la chica elegida.
Para las que logran salir ilesas de la danza del corteja, la cúpula cristalina ya se divisa. Atrás quedan las litronas a medio beber; el bullicio entorno al número 45 de la calle Alcalá se acrecenta. Y es que en breves comienza la “Cuarta de Apolo”. La última sesión del día, la de gañanes y personajes de “dudosa calaña”. Promete cerrar tarde, como todas las noches. Como todas las madrugadas hasta 1929. Pero hoy las chicas no se pueden quedar, tienen prisa. Han quedado a las 12 en Sol.
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