La doble vía de la puerta de San Vicente
Antes de entrar por la puerta de San Vicente hay que darse la vuelta y contemplar. El mirador de Príncipe Pío ofrece, cuando el Sol cae, una postal única donde el verde de la Casa de Campo se funde con la piedra del Puente del Rey. Esa parte de la ribera del Manzanares se convierte en un paseo imprescindible y desconocido desde su renovación de 2007. Sus luces, que parecen salir de las piedras del puente, marcan un recorrido entre tenebroso y brillante. No está mal perderse un rato por su trazado irregular: así puedes descubrir un pequeño puente paralelo —apenas cabe una persona— que ofrece un asiento único para ver pasar el tiempo.
Pero hay que andar, que las doce en Sol es una cita demasiado perfecta como para dejarla escapar.
Desde la Puerta de San Vicente se abren dos caminos que hay que elegir. La Cuesta de San Vicente —más que cuesta parece el Angliru tras un día de trabajo— y los Campos del Moro. Por desgracia este parque, uno de los más bonitos y olvidados de Madrid, cierra a las nueve. Aún así, desde la verja, y con el Palacio Real al fondo, es lo más parecido a un Versalles que tenemos en la capital.
Toca preparar las piernas para ir por la Cuesta de San Vicente. Para alguien que vivió cerca de aquí y ha tenido que subir y bajar varias veces esa acera, puedo asegurar que es la peor calle de Madrid. Al menos en su parte inicial. Ni una persona, suciedad y menos luz que en las afueras de un pueblo de la sierra a las cuatro de la mañana. Un mero trámite hasta la Plaza de España.
Al menos es un camino para llegar a la parte buena del recorrido, el paseo entre los jardines de la Plaza de Oriente. Qué error. En un banco, un chaval de veintipocos gesticula frente a su novia sentada en el banco. Parece una representación de microteatro llevada al extremo. Al pasar por su lado, escucho el libreto de la obra: «No veas qué cogollo. Una ‘ele’ increíble. Babeo de pensarlo». No supe si huir o quedarme a ver el final, pero entonces un flash me deslumbró. Unos Erasmus hacían fotos frente a la estatua de Felipe IV. Ese golpe de luz fue la revelación de lo que empezaría a marcar mi viaje hasta Sol. Guiris, Guiris everywhere. Hasta que Murcia se cruzó en el camino.
Al menos 35 niños correteaban en Ópera. No tenía doce años, pero el oztia, pijo, acho no se les quitaba de la boca. A la altura desde la que vigilaban los profesores, se pudo ver el drama de la pre-adolescencia. El más lento —en velocidad— del grupo, casi se queda atrapado en el ascensor del metro en el que más de diez jugaban a entrar y salir. Una aspiración de aire madrileño entró hasta el alma de la coordinadora. En el último instante, una mano sujetó la puerta y el chico pudo salir. No pude aguantar más la presión de ver cómo jugaban y decidí seguir directo a Sol. Ya se me estaba haciendo tarde.
Quedaba un último esfuerzo, pero el más duro: superar los obstáculos en forma de relaciones públicas de la calle Arenal. Plantados en mitad del camino, como piedras en un río, son la pesadilla para los que quieren todo menos fiesta.
– Copa y chupito a cinco euros.
– Vas sólo de fiesta, vente, que en mi garito hay muchas niñas guapas.
–Querés vení al Palace, barra libre de birra hasta la una y media.
No. No. Y no. Con que me dejéis seguir andando me conformo.
Al menos el destino me regaló una pequeña victoria moral. Unos metros más arriba de la puerta de Joy Eslava, dos chicas de las que reparten flyers discutían por un grupo erasmus que habían metido. Perdí suficiente tiempo mirándolas con una sonrisa maliciosa, hasta que me percaté que se acercaba alguien con unas tarjetas en la mano. Salí casi corriendo hasta Sol dejando el «problema» a otro grupo que apuraban unas latas de cerveza.
Demasiado tarde. Ya había pasado la medianoche. «Queréis tomar una copa, que ya es hora», nos recordó un último relaciones cuando el histórico reloj de Sol marcaba las 00.15 horas.
Además de cronista, aventurero. No cabe duda de que pasearse por esas zonas del bajo Madrid al filo de la medianoche es arriesgarse a encuentros cuando menos inesperados, pero así se le toma su verdadero pulso a esta cosmopolita ciudad nuestra.