Lágrimas y terrazas en Santa Bárbara
Cuenta la leyenda que la puerta de Santa Bárbara abría el camino hacia Francia. Era el lugar más alto de la ciudad y, desde allí, partían las carreteras que se dirigían hacia el país vecino. Hoy, son sus habitantes (y otros) los que van hasta allí para pasar una noche de fiesta en Madrid.
La puerta ya no existe y Laura espera de pie, junto a la entrada del metro, la llegada de un chico. Es su primera cita, pero parece que él ha cambiado de opinión y le ha enviado un mensaje para decirle que no irá. Ella no puede evitar las lágrimas al empezar a leer. No serán las últimas que derroche. Tiene una vida por delante.
La chica tenía pensado sentarse en alguna de las terrazas abarrotadas de la calle Santa Bárbara. Como los lagartos, los madrileños esperaban los primeros rayos de sol para tomar asiento en el bulevar. Según muere la calle hacia Hortaleza, no se vislumbra un solo sitio libre. El agosto ha llegado pronto a los bares.
De una bocacalle, sale un grupo de jóvenes cargando unas bolsas de plástico verdes. ¿Qué habrá dentro? El sonido de las botellas que chocan entre ellas dentro de las bolsas y el vaso de plástico del que bebe uno de ellos los delatan. Por si hubiera pocas pistas, que sea la noche de un viernes marca el camino de las baldosas amarillas.
Dos chicos surgen de la nada. Giran a la derecha en la calle Gravina y toman Hortaleza. Van abrazados, algo normal hoy día en las inmediaciones de Chueca, aunque no lo era cuando se construyó la puerta de Santa Bárbara, en el siglo XVI. Otra pareja -esta vez de chicas-, muestra la normalidad que existe en estas calles, caminando cogidas de la mano.
Es casi medianoche y los relaciones públicas de la zona han empezado a trabajar. Uno de ellos se acerca a un chico que parece perdido. «¿Quieres tomar una copa? Tenemos buena bebida y una zona más oscura para lo que quieras». Él responde con una simple sonrisa y continúa su camino hacia un estanco de 24 horas, donde entra y compra un paquete de Marlboro.
Al fondo, se vislumbran las luces de la Gran Vía y, detrás de ella, la bajada hacia Sol por la calle Montera. Allí conviven en un espacio muy reducido numerosos coches de policía, una ambulancia, una comisaría y una fila de prostitutas que salta al mejor postor. «Ven, ven», le dice una chica con acento de Europa del este a un hombre de unos 40 años. Él se acerca disimuladamente y se va con ella, mientras un poco más allá otra chica llama la atención de otro viandante. Este prefiere hacer caso omiso y continúa su marcha hacia la Puerta del Sol.