La hora bruja de las escaleras del Metro de Madrid
Noche de jueves, víspera de festivo en Madrid. Una pareja joven baja del Metro cargando dos maletas pequeñas. Camino a la salida, se encuentran la primera tanda de escaleras mecánicas parada. «Mierda», dice ella. Más arriba, vuelven a toparse con el mismo problema: «Vaya, qué suerte estamos teniendo», contesta él irónicamente. Aún les queda el último tramo, que por supuesto tampoco funciona. Un niño de tres años los adelanta. Es la 1:35 horas en una céntrica estación de la línea 4 y, aparte de los viajeros, solo quedan dos guardias de seguridad. La parada de las escaleras no ha sido casualidad; se repite noche tras noche.
Según informa la página web del Metro de Madrid, el servicio funciona hasta las 2 de la madrugada. Sin embargo, algunas cabeceras como Valdecarros o Pinar de Chamartín llegan al final de línea incluso a las las 2:20. Las escaleras mecánicas dejan de funcionar mucho antes, justo a la 1:30 horas. En ese momento es cuando terminan la jornada laboral los trabajadores de Metro. Pero por las estaciones aún se puede ver a personal de limpieza y de seguridad.
La última persona de Metro en irse es el jefe de vestíbulo, que pasada la medianoche no sale de su pequeña habitación a la entrada. Recoge y, al marcharse -a la 1:30- desconecta también las escaleras. El resto de trabajadores de las instalaciones (limpieza, seguridad, mantenimiento…) no tiene acceso al mecanismo que las activa. Pero como están visibles, se convierten en el centro de las críticas cuando cualquier viajero se encuentra con ellos. Algunos prefieren esconderse. Es una hora en la que en las estaciones reinan los extremos: la tranquilidad y el bullicio. El silencio hasta que llega el tren y trae consigo el jaleo. Para quedarse, poco después, de nuevo vacía.
El personal se va, la estación sigue abierta y los trenes circulando, al menos dos más llegarán cargados de viajeros que subirán a pie.
Escondidos
«Cuando se marcha el jefe del vestíbulo, apaga las escaleras», comenta un trabajador. «Si vemos a una persona mayor o a alguien excesivamente cargado, vigilamos desde lejos que no les ocurra nada pero nos escondemos un poco, porque encima nos culpan a nosotros, que somos quienes estamos aquí y no podemos hacer nada por encenderlas», reconoce. Hoy no se han tenido que esconder: las maletas de los dos viajeros parecen ligeras y tampoco se han quejado mucho.
El personal de seguridad se va a las 2 de la madrugada, y para hacerlo tiene que recorrer, igual que el resto de viajeros, los tres o cuatro tramos de escaleras que separan la superficie de las vías del tren. «Nosotros también las sufrimos», apunta. No son ellos los encargados de cerrar la estación ni de revisarla en busca de gente que pueda estar escondida. «De eso se encargan las cámaras, de revisar y de cerrar a distancia», señala otro empleado.
La paralización no ocurre en las estaciones donde trabaja el encargado de zona (como la de Alfonso XII o Avenida de América). En ellas, este se queda en la estación hasta que pasa el último metro y es entonces, al marcharse, cuando la corriente metálica deja, por fin, de morder.
Afuera, en la superficie, la escarcha propia de la hora impacta contra la respiración entrecortada de quienes suben cerca de 200 escalones para llegar a la calle. El más destacado del grupo, un niño de apenas tres años, ha aprovechado para demostrar que corre más ascendiendo por las escaleras que su madre. Él subió por las mecánicas paralizadas, «que son más altas», dice. Llegó arriba antes, por supuesto, y su madre quedó atrás, deseando tener algo de la vitalidad con la que su pequeño deleita al resto, un público improvisado al que ha encontrado entre las vías y la salida.