Los caramelos ya no se recogen del suelo
Son la creación endemoniada que acaparó todos los flashes del día cinco. No porque los buscaran. Porque se entrometían. Los niños, que por algo lo son, aumentaban su tamaño en torno a unos 30 centímetros. Suficientes. Una suerte de cono de extrañas proporciones que se postulaba como la extensión perfecta de su -en la mayoría de los casos- brazo derecho. «¡Caramelos de los Reyes Magos para los reyes de la casa!», rezaba en el anverso de los cazacaramelos-robavisiones. Por el reverso, en cambio «seguro que no se te escapa ninguno». Sí, seguro…
La lucha por las golosinas fue en vano. Por supuesto, cazacaramelos, invento madrileño y castizo donde los haya, ganasteis la partida. Porque… ¿en qué cabalgata de pueblo se ha visto eso? Vosotros en primer plano, en segundo mi cámara. En cambio, recogí más caramelos yo agachándome que vosotros ahí, en las alturas. Es la experiencia que aporta tantos años de cabalgatas en las que te juegas todo a cuatro carrozas; no a 32, como aquí. Dejasteis a un lado la que era vuestra misión del día, y perdisteis. Castigándonos al resto también por ello. ¿Qué habíamos hecho mal los mayores de quince?
Y ahora así os veis, tirados por el suelo. Fue un amor fugaz. Los que tenéis más suerte habéis encontrado lugar en la papelera. Otros de los vuestros ruedan por el suelo, entrometiéndose de nuevo. Ahora interrumpiendo el contacto entre el asfalto de la Castellana y los pies de aquellas personas que antes os deseaban. Y de sus padres. Y de los que llevamos la cámara llena de fotos estropeadas. Gracias.
Apenas cincuenta metros más arriba dos palés cargados con los vuestros esperan la oportunidad que, ya pasada la comitiva real, no les va a llegar. Decenas de paquetes de cincuenta aún envueltos en plástico. La escena es desoladora. Algún niño quiere llevarse uno intacto a casa. Ya nadie os hace caso. Pasó vuestra oportunidad, cazacaramelos egoístas.