Y en Pela… ¡Que viva San Antón!
Cuenta la leyenda que, estando un pastor en la sierra, vio a los moros preparados para asaltar el pueblo. Rápidamente avisó a los vecinos. Para ahuyentarlos, a caballo, en burro o a pie, encendieron hogueras alrededor de todo el pueblo y corrieron por sus calles. Se pusieron gorros para parecer más altos. Como si de un ejército de gigantes se tratase.
Cada seis de enero, después de abrir sus regalos, un niño toca el tambor. Comienza su recorrido en La Ermita del Santo, en la parte más alta del municipio y pasea por sus calles haciéndolo repicar. La chavalería le acompaña. «El tambor» de este año, elegido a ciegas, es Victoria Vázquez, de 10 años de edad. Es la segunda niña en encargarse de esta labor. Su mirada dulce contrasta con la fuerza de sus manos. Con sus baquetas, avisa a todo Pela de su fiesta grande.
Enormes caballos brincan y muestran sus habilidades a cualquier hora. Pero según se acerca la fecha señalada las calles se pueden cortar en cualquier momento.
Los preparativos
El día 16 por la mañana, tractores y carros van a recoger leña. Por la noche encenderán hogueras para rememorar la leyenda del pastor y calentar, de paso, a jinetes, caballos y viandantes. Es invierno y la temperatura oscila en torno a los 3 grados. La vestimenta tradicional incluye un pantalón oscuro –resistente–, camisa blanca y pañuelo multicolor. Sobre la cabeza un gorro hecho con otro pañuelo que acaba en un «pirulí» lo más alto posible. Sobre los pantalones los jinetes llevan zahones, una prenda de cuero que sirve para protegerse de los posibles golpes. Las botas para montar también son imprescindibles.
Los animales están engalanados. Entre su cuello y la silla llevan una manta tejida de forma tradicional, «la manta guapa». Está rematada por madroños, unas bolas de lana con motivos de colores hechas a mano. Las mantas se compran pero la mayoría se heredan. Igual que los zahones. La tradición no solo está presente en los actos que se conmemoran esa noche. La tradición también se viste.
Sobre las ocho de la tarde tiene lugar el pregón en la plaza del ayuntamiento. María Isabel Reyes Asensio, primera «mayordoma» mujer de estas fiestas, es la encargada de hacerlo. Este año las personas ausentes han sido uno de los motivos centrales del discurso. «Peleños, forasteros, sanantoneros, ¡viva San Antón!». «La bandera» (la comitiva central del festejo que porta una bandera blanca) deberá pasar tres veces más por ese mismo punto para que la carrera se dé por terminada. Hasta entonces, caballos e «infantería» seguirán el recorrido marcado por las hogueras.
Para quien no conozca el municipio quizá resulte curioso encontrar un círculo de adoquines de granito en mitad de cualquier calle. Un pebetero allá en otra esquina. Son los lugares en los que en la noche de San Fulgencio –pues el día 16 está así señalado en el santoral católico– arderá la leña de encina. «El calor derretiría el alquitrán. Por eso los adoquines de granito», explica la gente del lugar.
En cada esquina, en cada casa y casi en cualquier lugar se reparte vino de pitarra, un vino de alta graduación elaborado de forma tradicional. La Cofradía de San Antón ha dispuesto este año 200 arrobas, 3.200 litros. Hay que calentarse. Hace frío y muchos no llevan más que una camisa.
Tras el «tronío» (fuegos artificiales y tracas), las 21 hogueras comienzan a arder levantando columnas de fuego de más de dos metros de altura. «Este año la leña está muy seca y por eso echa tanta chispa», explica una joven. Los voluntarios de Cruz Roja se preparan. Al ser viernes se espera una afluencia de unas 10.000 personas, muchas más que otros años. Desde horas antes se oyen bramidos y relinchos por las calles. Los bares han montado barras fuera para atender a caballos y jinetes.
Subiendo a pie hacia el ayuntamiento, hay lugares por las que no se puede pasar. Con algo más de un par de metros de ancho es imposible sortear a los caballos sin ponerse detrás de sus cuartos traseros. Detrás de cualquier recodo uno puede quedarse encerrado entre sus patas y sus grandes ojos negros. Una coz puede ser fatal. En las calles más anchas los jinetes galopan escoltados por filas de personas que se agolpan junto a las paredes. Las entradas de las casas sirven de improvisado refugio para que pueda pasar un caballo. Antes de que el vino infunda el valor propio de la inconsciencia, se pasa miedo. Algún niño, tanto a pie como a lomos de un animal, tiene lágrimas en los ojos y la mirada asustada. Otros, sin embargo, sonríen mientras llevan las riendas. Pero no solo hay caballos aquí; muchos pollinos hacen la carrera.
De vez en cuando las calles se cortan y es imposible pasar de un lado a otro. En muchos casos ni siquiera hay aceras. Al igual que en un embotellamiento, de repente la marcha se estira y se puede volver a cruzar. Al otro lado, una cara sonriente ha visto las dificultades y recibe a quien se ha atrevido a pasar con un vaso de vino. «Toma, y cógete un “biñuelo” que no se puede beber sin comer algo».
Los biñuelos llevan cerca de un mes preparándose en La Casa del Santo. Una masa de harina enroscada, frita y bañada en miel. La Cofradía ha preparado 12.000. Lo anunciaron en las redes sociales unos días antes de la carrera.
A medida que la noche avanza, muchos jinetes intercambian sus cabalgaduras. Algunos peatones se suben a lomos de los animales. «¡Venga sube que te doy una vuelta!», dice uno de los jinetes lanzando una mano hacia el suelo. «¿Me coges el pie?» Dice otro, descabalgado, desde el suelo. Sujetándole por la espinilla se le aúpa y prosigue la carrera.
Después de varios ofrecimientos, me atrevo a subirme. Me lleva Cristina. No recuerda la primera vez que «corrió» en San Antón. «Desde siempre», dice. Damos dos vueltas a la carrera. Desde arriba la visión es completamente diferente. Ella grita: «¡Que viva san Fulgencio! ¡Que viva San Antón! ¡Viva ese santo patrón!». Nos reparten vino. En vaso, en botella con un adaptador o directamente de una bota, los tragos animan el espíritu y alejan el frío. Lo que más impresiona es entrar a la plaza del ayuntamiento a caballo. Al pasar un puente abovedado, amazona, caballo y acompañante se encuentran de pronto recogidos por unos muros que los abrazan. No hay escapatoria.
El peor momento quizá sea al doblar una esquina. Demasiado cerca de la pared, las piernas corren el riesgo de no seguir el camino del cuerpo y quedarse atrás. A la mañana siguiente encuentro moratones en mis rodillas, un corte en mi pantalón y sangre seca en mi espinilla. Pero eso es lo de menos. Con cerca de mil caballos corriendo alrededor del pueblo, las caídas están aseguradas. La Cruz Roja ha atendido a más de 50 personas esta noche. Golpes, cortes e intoxicaciones etílicas son habituales.
Bajamos Cristina y yo del caballo; María y Juan se suben. Cristina cuenta que, pese a todo, ella pasa más miedo abajo que a lomos de Indiana, la yegua de María. «Hace un año que no se monta y mira qué buena es. Se está portando fenomenal», dice. El caballo es el verdadero protagonista de la fiesta. Se mueven entre hogueras, ruidos y petardos. De vez en cuando alguno se desboca. Reciben palmadas de los jinetes que les dedican palabras cariñosas y les infunden ánimo a la vez que les agradecen su labor.
El himno de la carrera canta que hay un pueblo extremeño en la falda de una sierra. Las cuestas son difíciles de bajar y por eso se ha esparcido arena por las calles más empinadas.
A la vuelta de una esquina, Gonzalo ha venido con un grupo de americanos, profesores auxiliares de instituto. Son de California y de Seattle. Ellos viven habitualmente en Don Benito, un pueblo cercano. Gonzalo conoce La Encamisá y, en lugar de llevarlos a una gran ciudad, ha decidido traerlos a Navalvillar de Pela, «para que conozcan nuestra manera de ser». Gonzalo dice que se lo han pasado en grande y que sus amigos han conocido «la forma de ser de los extremeños: dártelo todo sin conocerte de nada». Han comido biñuelos y han bebido vino a raudales. Cada uno que pasa les ofrece un trago de su propia bota. Es muy difícil acabar sobrio esta noche.
El final de la fiesta
De nuevo, al grito de «viva San Antón» me saludan. «¡Vamos a por el puro! ¡Súbete con mi hermano!», dice Toni. Volvemos hacia el ayuntamiento. Un puro para el jinete y un biñuelo para el caballo son la recompensa. Después de eso vamos a encerrar a las yeguas. Devolvemos una que ha sido alquilada para la ocasión. «Yo no sé cuánto cuesta, a mí me han invitado», explica su hermano Pedro. Acompaño a Toni después a dejar la yegua de su familia. Entretanto un coche ha pasado a nuestro lado acelerando bruscamente. «Este es de fuera –me dice–, los de aquí sabemos que lo más importante de esta noche son los caballos y no nos importa esperar un segundo». La letra del himno de esta fiesta dice: «Yo he visto un biñuelo horondo / en una sartén morena. / Se lo doy a mi caballo / que es el rey de la carrera». Quitamos la montura a su yegua y la dejamos encerrada. Antes de irse, Toni le hace una caricia. Todavía queda noche. Es la una de la mañana.
Al día siguiente se celebra la misa. Sin embargo, como en tantos otros lugares de España, pero con un día de antelación(*), ya se ha celebrado la bendición de los animales. Tras esto el Santo vuelve a subir a La Ermita. Doce caballos, la directiva de La Cofradía, la mayordoma, la banda y muchos fieles le acompañan. Quedan 354 días para que el año vuelva a comenzar en este pueblo, con «la bajada del Santo», el seis de enero.
(*) Por error el artículo decía que la bendición de los animales era el día 17, cuando en realidad es el día 16