Rotativas, el lugar donde el papel resiste a internet
Raúl Martín y M. Nieves Mira
En el periódico se cuelan historias, hechos dignos (o indignos) de llenar sus páginas. Noticias que, de no ser por el cuadernillo que ahora las agrupa, nunca se hubieran encontrado. Los diarios recién nacidos esperan su hogar, en busca de un par de ojos que –con suerte– fijen en él su atención. El proceso mágico por el que una idea se transforma en palabras y vuelve a ser otra elucubración mental no dura mucho: los diarios trabajan más que nadie bajo el yugo de la actualidad y la dictadura de la caducidad constante.
En Torrejón de Ardoz se alza Rotomadrid, la empresa que cobija las máquinas que tatúan a diario la actualidad informativa. Aquí se imprime ABC a todo color desde que Vocento vendiera su edificio anexo a la redacción (en Juan Ignacio Luca de Tena). Pero solo 100.000 ejemplares: las ediciones de Castellón, Murcia, Extremadura, Aragón –las más tempranas, las que tienen que salir antes hacia su destino–, Castilla y León, Castilla-La Mancha, Toledo y Madrid. A 30.000 ejemplares por hora, las noticias galopan imparables, precipitándose una detrás de otra. Es la voracidad informativa en estado puro.
El papel del periódico –al igual que algunas informaciones de su interior– llega de todos los lugares del mundo: País Vasco, Alemania, Canadá o Rusia entre otros. Su destino: un almacén en el que esperan su turno y donde se pueden llegar a acumular hasta 3.000 toneladas. «Aquí esperan las bobinas sin pelar, envueltas, para que resistan al frío», apunta José Barroso, el jefe de producción de Rotomadrid. Contrastan con las de dentro, que, inmaculadas, esperan su turno, a que su vida se retome.
La nueva rotativa conserva parte de la estructura anterior, aquella que, desde 1903 imprimió los actos más destacados de todo un siglo. Respecto al traslado, que se produjo en 2009, Luis García, director de planta de Rotomadrid, señala que se utilizaron «cuerpos de allí, pero ensamblados de otra forma; se compraron los que faltaban y se trajeron otros elementos, como plegadoras y portabovinas». Las máquinas de antes, las del derruido edificio junto a ABC, eran más rápidas y pequeñas, cuadruplicaban la velocidad de producción, pero las de ahora dan más color. Así, pueden imprimir un máximo de 128 páginas de 25,5 x 35 cm –con la grapa de ABC–, y todas a color.
Cuando el periodista «cierra la página» en la redacción y el jefe de noche envía el «pdf» con la versión final, el viaje no ha hecho más que empezar. Ya en la imprenta, en la sala de preimpresión un operario supervisa las cuatro planchas de aluminio que serán la base para dos caras –ahora ya «casadas», desordenadas en su propio orden– del diario del día siguiente. Cada plancha corresponde a uno de los cuatro colores del modelo CMYK (cian, magenta, amarillo y negro), que, superpuestas en la impresión, conforman los colores finales.
La impresión corre a cargo de dos máquinas funcionalmente casi idénticas. Las «gemelas», como los operarios las llaman, trabajan sobre el papel, que se va desbovinando verticalmente en cada una de las cuatro torres hasta recibir las cuatro impresiones sucesivas –una por cada color–. El ritmo es frenético: 10,6 metros de papel impreso por segundo. Juntar, cortar, plegar y listo para servir.
Una vez terminado, el periódico del día siguiente pasa a la sala de expediciones, donde, apilados, los ejemplares tienen como nuevo destino provisional, camiones y furgonetas de reparto. Si ninguna otra noticia imprevista lo impide, antes de las seis de la mañana estarán ahora junto a un nuevo compañero, el kioskero. Es el encargado de custodiar unas joyas que guardan en su interior pequeñas dosis de realidad, cuyo valor es inevitablemente efímero. Al día siguiente vendrán otras a ocupar su lugar.
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