Crónica de un viaje en el suburbano
Abril de 2015. Una tarde cualquiera de un día cualquiera. El cielo primaveral de Madrid se presenta luminoso. Algunas nubes obstinadas permanecen sobre la urbe. El sol que se pierde entre ellas dibuja un atardecer pelirrojo, como esos que he visto tantas veces de niño en otros paisajes más familiares.
Camino hacia la boca del metro de Avenida de América cargado de derrota y fracaso. Las nostalgias se agolpan y la conciencia de perdedor se agudiza. Las escaleras mecánicas de la estación están repletas de gente que va y viene, deambulan casi como autómatas movidos por algún dios riguroso e implacable.
Al llegar al andén de la línea 7, la naranja dirección Pitis, las caras se presentan aburridas y adormecidas. Una chica morena, de unos 25 años, ojos miel y rostro dulce juega con su Tablet sin detenerse a observar al chico cojo, contrahecho y medio bizco que se sienta a su lado. Cuando se da cuenta de su presencia, no puede reprimir una mueca de aversión.
Llega el tren. La gente se sube y baja sin mirarse a los ojos. Subo al vagón y me siento frente a una línea de asientos vacía. Me quedo pensativo frente a mi imagen reflejada en el cristal del suburbano. Me repugna lo que veo frente a mí y aparto la mirada con cierto grado de frustración.
La cita con los compañeros de ABC es el kilómetro cero de Sol. Para llegar por mi línea es necesario ir a la estación de Canal y hacer un transbordo. Desciendo del tren y arrastro mis miserias y desasosiegos hasta la línea 2. La línea roja del metro de Madrid que tiene como epicentro una estación patrocinada por una multinacional de las telecomunicaciones.
Llego frente a las vías y el indicador luminoso señala que aún faltan 8 minutos para que llegue el subterráneo. La zona está vacía y en silencio, me siento un Cary Grant deforme y antiheroico. Con la muerte en los talones, solo que en una mala película española de serie z.
Pienso que en esta peli no hay campos de trigo, hay un anuncio pretencioso de una obra de los teatros del Canal. Madrid quiere ser centro de la modernidad, intenta ser Broadway y no pasa de un Bronx con buganvillas y enloquecido.
En este film falta también una rubia platino, una Eva Marie Saint con ojos de mujer fatal. Luego recuerdo que esto es la realidad, que estoy en el barrio de Chamberí y no en la Quinta Avenida de alguna película de Hollywood.
Mi mirada se pierde en un anuncio de Emidio Tucci y una maleta con ruedines me despierta del sopor. Giro la cabeza y me encuentro a una chica de un rubio rojizo y piel de porcelana. Alta, delgada, con senos firmes y serenos. Tiene ojos glaucos y salinos, mirada de tigresa herida, de esas que delatan haber tenido muchas experiencias. Decía el escritor Alvite que las mujeres prefieren de entre los hombres a los que sospechan que serían capaces de regalarles las flores de las tumbas de sus padres.
Me pregunto quién será. La sigo con la mirada mientras se acerca a uno de los bancos del andén y se sienta con seguridad. Llega nuestro tren y nos subimos en dos vagones diferentes, la observo desde lejos, confieso que con curiosidad húmeda y deseosa.
Subió en Canal, así que puede ser una actriz. Pero no parece española, a decir verdad es bastante evidente que no lo es. Pudiera ser una bailarina de ballet, la figura atlética encaja en el perfil, pero sus formas son demasiado sugerentes. También puede ser una periodista o una ejecutiva de violencia contenida, pero parece demasiado sincera para ser lo primero y demasiado honesta para lo segundo.
El metro llega a nuestro destino. Por la megafonía se anuncia la parada de Vodafone-Sol, cuando se interrumpe el anuncio la escucho hablar por teléfono móvil, va unos pasos por delante de mí. Reconozco el idioma, es la lengua de Pushkin, habla ruso. Lo hace de forma grave y pausada. Sus vaqueros ajustados delatan unas piernas largas. Sale al exterior por la calle Preciados y se dirige hacia un tipo que la espera. Un chulangano negro, embutido en seria ropa de su mismo color, con zapatos de charol y bombín. La zarina tiene el oficio de las camas concurridas. La esperan otras compañeras que se le acercan. Se va, el mundo por montera.