Una lágrima en el metro
La desgana con la que baja las escaleras parece casar perfectamente con la amarillenta luz que baña las paredes de la estación de Avenida de América. Ella pasa contando cada paso, como en un viacrucis mil veces repetido, a razón de dos viajes por jornada. Arrastra una maltratada maleta negra. La mirada perdida, los bancos sucios. Miente el panel luminoso con los cuatro minutos hasta el próximo tren. Mienten los compañeros de viaje cuando fingiendo no mirar, taladran hasta pinchar hueso.
Toscamente borrados los grafitis y firmas con que los «aficionados» hostigan a seguratas y servicios de limpieza, aparecen torpes y como urgentemente dibujados en los carteles de H&M, Springfield o en los del propio Metro de Madrid. Como si no hubiera exceso de demanda, se dedica gran parte de los espacios publicitarios a la mayor gloria de la compañía municipal que llena el subsuelo de la capital del reino.
Chirrido de frenos, olor a roce de metal contra metal, a quemadura eléctrica. Ella toma por asalto el vagón. Consigue asiento. Tiene manchas en el regazo de la desgastada falda. El pelo, apagado y despuntado, cae sobre sus hombros. Cierra los ojos, respira. Del bolso, mínimo y ligero, extrae unas gafas. Ojalá fuera tan fácil desdibujar el mundo como esconderse tras los negros cristales de las Ray-Ban falsas desbordadas por la gruesa lágrima que, inadvertida, rueda mejilla abajo. Llama la atención de un adolescente de marcados rasgos árabes indeciso entre seguir clavado en los mocasines de una monja o advertir el llanto.
Hombro con hombro, compartiendo respiración, humores y perfumes. Tan ajenos como planetas orbitando en paralelo, los pasajeros se dejan llevar mientras el convoy aúlla por los túneles y traquetréa chirriante en los charcos de luz de las estaciones.
Una mujer negra que se tambalea siguiendo la inercia del vagón, enfundada en una túnica multicolor, canta, reza o habla inaudiblemente para un mundo que, observándola, ignora su presencia.
En ocasiones el silencio es el mejor amigo del hombre. La soledad en compañía cura más que duele. Las lágrimas duelen infinitamente más en el recuerdo que en el mismo momento del fuenteado.
El aire transparente y mágico del atardecer restaña las heridas, sacia los pulmones, inyecta ilusiones, perspectivas… Cae la noche y la brisa que baja de la sierra sirve de recordatorio para un recuento de miradas encontradas, esquinadas, desafiantes, obtusas… Como las miguitas de pan de la vieja historia de Hansel y Grettel, harán de hilos para orientar el camino que mañana, a las mismas criminales horas de la madrugada, volverán a llevarme, si Dios consiente y la puntualidad del servicio público lo favorecen, al mismo punto, a las mismas tareas. Y también a la misma retorcida convicción de ser una, sola y contradictoria duda con piernas en este atlas de geografía humana tan insociable como dependiente.