Una mirada diferente
Pararse y observar. Detenerse para, simplemente, contemplar nuestro alrededor. Un gesto que parece sencillo, pero que en el día a día se convierte en una tarea casi imposible de hacer. Las prisas, los compromisos, el estrés… son obstáculos que nos impiden, o dejamos que nos impidan, apreciar todo aquello que nos rodea.
Por eso, de vez en cuando es conveniente obligarse uno mismo a pulsar el botón de pause. Romper el ritmo de la rutina. Sin mayores pretensiones, únicamente sentarnos y darnos cuenta de todas aquellas pequeñas cosas que escapan a nuestros ojos porque no sabemos mirarlas, porque no estamos acostumbrados a verlas. Armarse con un bolígrafo y un cuaderno y poder anotar todo lo que llame nuestra atención. Yo lo he hecho en el metro y he descubierto cosas verdaderamente interesantes.
La primera de ellas es que a la gente le pone muy nerviosa sentirse observada. Desconfiamos por instinto de todo aquel desconocido que pose su mirada en nosotros más de unos segundos. ¿Qué quiere? ¿Por qué no se mete en sus asuntos? Si encima te ven escribiendo en una libreta, el efecto se multiplica. Del desconcierto al enfado, la paleta de sensaciones es amplia y ninguna positiva. Hemos convertido la curiosidad en un pecado capital. Ningún pasajero se atreve a enfrentarse a mí, a decirme nada. A fin y al cabo no les he hecho nada, pero miran a los pasajeros más próximos para ver si ellos también se han percatado de ese extraño individuo que no deja de mirar a todas partes a la vez que apunta cosas con su boli BIC.
Porque, otra cosa que he podido advertir es que, por lo general, viajamos solos en el metro. Resulta curioso poder ver a un grupo de gente tan numeroso en el que nadie se dirige la palabra. Un gran rebaño de individualidades. Vecinos por imposición con los que todos los días compartimos unos minutos de nuestras vidas para no volver a verlos. Por tanto, ¿a quién le interesa relacionarse con la persona que tenemos sentada a nuestro lado? Todo el mundo se aísla en su propio micromundo. Una burbuja formada por distintos materiales: auriculares, libros, móviles, tablets… todo vale con tal de entretener el trayecto hasta nuestro destino y dejar claro al resto que estamos ocupados. No molestar.
Hay quienes no fingen esa desconexión con el resto del mundo, simplemente se duermen. Tras varias horas de trabajo, la vuelta a casa en el subterráneo es para algunos una inmejorable ocasión para cerrar los ojos y desconectar. Toda una coreografía de bostezos, cabezazos y bruscos despertares acompañados del temor a haberse pasado de parada.
Los que no pueden o no quieren dormir suelen presentar un llamativo síndrome: mirar su reloj y comprobar la hora cada cinco minutos. Como si esperasen tener el poder de manejar el tiempo con la mirada. Las ganas de llegar a donde quiera que uno vaya a veces nos vuelve un tanto estúpidos. Solo nos queda resoplar. Triste consuelo.
Sin embargo, hay quien tiene un viaje más duro. Es el caso de aquellas personas que coinciden en el metro con algún compañero de trabajo con el que no suelen intercambiar más que un saludo de cortesía cada mañana. Para el espectador ajeno es de lo más divertido ver cómo comienzan a sucederse temas banales con los que se trata de romper la incomodidad que produce el silencio en estas situaciones. ¿Quién no ha hablado del tiempo en un ascensor?
Observar a la gente que viaja en el metro hace que uno se lleve pequeñas sorpresas que sirven para romper ciertos prejuicios. Como las dos señoras mayores que se enseñan mutuamente fotos en sus smartphones para fardar de nietos. O el joven que muchos definirían como un «cani» por su forma de vestir y que saca de su mochila el Expansión y comienza a leer.
Entre las personas que van llenando el vagón también hay espacio para los clásicos: la pareja que comparte confidencias al oído o el señor que no habla con su móvil, directamente le grita para que todo el vagón se entere de su apasionantísima conversación sobre la comida del domingo en casa de su suegra.
El tren llega a Sol. Última parada de mi viaje. Cierro la libreta y salgo al andén para unirme a la masa, para convertirme en un animal más que sigue el rebaño.