Cuando el trabajo se convierte en una prisión
Puede ser la primera persona que use el sonido del metro como reloj. Se llama Jun, y trabaja como dependiente de una tienda de alimentos china cercana a Batán. Cuanto más espacio de tiempo hay entre tren y tren, menos queda para cerrar. Ya apenas pasan. Las farolas descubren una calle vacía y silenciosa, una calma únicamente perturbada por el ruido de sus pasos y el contoneo de una bolsa de basura. La última faena de hoy. «Es el único momento que tengo para hablar. Mucho trabajo», subraya. Pasan ya varios minutos de medianoche, y hace 15 horas que comenzó su jornada laboral.
La figura de Jun hace que desmentir el tópico del chino trabajador se convierta en una tarea difícil. Hace 12 años que cambió los bonsáis asiáticos por las encinas de Madrid y, sin embargo, sus libranzas pueden contarse con los dedos de las manos. Su labor comienza el lunes por la mañana y finaliza el domingo por la noche. Ponerse enfermo está prohibido. También es ajeno a los días festivos, aunque confiesa que de vez en cuando se toma un «caprichito»: «El día de Año Nuevo —en referencia a la festividad china— cerramos la tienda temprano para comer con la familia». Cualquier ciudadano español tildaría dicha carga de desmesurada o inclemente. Para él, es un aspecto más de la vida.
Jun nació en Wenzhou, una ciudad de más de nueve millones de habitantes perteneciente a la provincia de Zhejiang, al este de China. A España llegó de la mano de su padre, el cual se vio obligado a emigrar por motivos económicos. De su país natal vino además con su mujer, Mei, que no es de Wenzhou sino de Jiaojiang, un distrito cercano. Con ella ha tenido dos hijos, una niña y un niño. La vida de los cuatro se desarrolla en torno a las paredes que conforman la tienda. Un recuadro de 98 metros cuadrados en el que Jun permanece prisionero de forma voluntaria.
¿Se puede gozar de algo de privacidad en estas condiciones? Entre cliente y cliente, el padre de familia aprovecha para estar con sus hijos y ayudarles con los deberes. En tareas domésticas admite que ayuda «poco, muy poco», aunque se excusa en que la exigencia de su trabajo no le permite dedicar tiempo a los «asuntos de mujeres». Mei es una parte esencial de su vida. No solo le asegura un plato de comida y un lugar decente donde dormir. También es fundamental en la tienda, de la que se encarga cada vez que su marido tiene que salir a hacer un encargo o por una emergencia.
Pese a todo, la virtud del trabajador a tiempo completo no es, según Jun, una patente del pueblo asiático: «Yo necesito trabajar para vivir. En mi país, hay gente que no es igual. Hay muchos chinos gandules», afirma riendo, como una referencia al «Tiene que haber de tó» que cantaba El Gran Combo.
El caso de esta familia no es singular. Al igual que ellos, varias centenas de chinos se han trasladado a la capital española en las últimas décadas. La Comunidad alberga actualmente casi 50.000 ciudadanos procedentes del coloso oriental. En Casa de Campo ya son la etnia mayoritaria. Es difícil encontrar una calle de la zona en la que no se haya levantado un establecimiento asiático.
Jun no tiene prisa por volver a su Wenzhou natal, aunque no consigue disimular cierta nostalgia cuando habla de ella. A sus 37 años ha sido capaz de amoldarse sin problemas a las costumbres occidentales, pero su corazón sigue añorando al país que lo vio crecer.
Hace ya rato que cesó el silbido de los trenes. El caminar de Jun, cada vez más sosegado, sugiere de forma sutil que se va haciendo tarde. En apenas seis horas estará en pie para volver a empezar. Una jornada más. Una dulce y apacible monotonía en la que permanece impermeable al paso del tiempo, y de la que no tiene intención de salir. «Mi trabajo y mi familia me hace feliz». No necesita más.