Clases a cinco kilómetros del derrumbe
Los tempraneros rayos de sol que se cuelan por los huecos de la persiana nunca sorprenden a Silvia Gómez entre las sábanas. Tiene demasiadas cosas que hacer. Al menos, los días laborables, aunque hay veces «que ni los fines de semana» la dejan «dormir hasta tarde», afirma con una amplia sonrisa. Habla de sus hijos, Carlos y Rocío, que mientras ella termina de preparar el desayuno se acicalan para afrontar un nuevo día de colegio. Hoy, sin embargo, es un día atípico para estos niños de 7 y 9 años. Su centro, el Gonzalo Fernández de Córdoba, no abrirá sus puertas. Tampoco lo hará en las próximas semanas. De hecho, no saben cuándo van a poder volver.
El pasado 22 de diciembre, los responsables del colegio bilingüe Gonzalo Fernández de Córdoba, situado en la calle del Adanero del distrito de Latina, recibieron una desagradable notificación del ayuntamiento. La nota, emitida por los técnicos de la Dirección General de Control de la Edificación, especificaba que las goteras que días antes habían encontrado en la zona superior del edificio se debían a una serie de «importantes deficiencias en la cubierta» que podrían provocar «derrumbamientos incontrolados». Un riesgo inasumible para los 450 estudiantes y 30 profesores de la escuela, que se vieron obligados a buscar una solución in extremis. La alternativa la encontraron a casi cinco kilómetros de distancia, en el Instituto Antonio Machado.
Para Carlos y Rocío, el cambio de centro es una nueva aventura que han asimilado con emoción y algo de nerviosismo. Las instalaciones del Antonio Machado son más grandes que las de su escuela habitual, lo que les permite tener más espacio para jugar y divertirse. Las clases, más del agrado del primero que de la segunda, mantienen la misma esencia que siempre, pero las aulas les producen una sensación inusual que describen de manera simple: «Es raro».
Rocío es algo más crítica con la situación. Acostumbrada a la cercanía del colegio, la idea de enviar a sus hijos a un lugar tan alejado de su casa la agobiaba: «En un principio, no me pareció bien que tuvieran que coger a diario un autobús para ir y otro para volver», admite, «pero lo primero es lo primero». Otra adversidad que conlleva este sistema es la gran cantidad de tiempo que los pequeños tienen que pasar lejos del hogar, que en algunos casos supera las diez horas.
Sin embargo, el Consejo escolar se ha apresurado a calmar los desánimos de los padres y madres más intranquilos. Para el transporte de estudiantes y profesores han dispuesto una flota de ocho autobuses, sufragados por el ayuntamiento, que parten diariamente a las nueve de la mañana desde la entrada del Gonzalo Fernández de Córdoba. Además, otros dos vehículos se esperan tras el término de las clases para recoger a aquellos que realicen actividades extraescolares.
Como era de esperar, no han faltado contratiempos a la hora de llevar a cabo la operación. «Han surgido problemas para coordinar los horarios de comedor y las actividades extraescolares que aún se están solucionando», apunta Silvia. Además, buena parte del alumnado protestó por la calidad de la comida, razón por la cual se han producido numerosas bajas en el servicio. Sin embargo, se muestra optimista de cara al futuro: «Estoy segura de que el colegio será capaz de solucionar los detalles que quedan por apuntalar».
De hecho, la dirección del Gonzalo Fernández de Córdoba, la Asociación de Madres y Padres de los Alumnos (AMPA) y los operarios municipales se han mostrado incansables para llevar a buen término el cambio de edificio en un tiempo récord. Durante días, varios trabajadores se dedicaron a desplazar todo el mobiliario de una construcción a otra. También se encargaron de la limpieza y el adecentamiento del nuevo centro, que acumulaba dos años de inactividad.
El día no ha hecho más que comenzar, pero Silvia lleva ya varias horas levantada. Carlos y Rocío han terminado de desayunar y están listos para afrontar la larga jornada que les depara en su nuevo colegio. Sin embargo, están encantados con la idea. «Nosotros sufrimos, pero ellos, al final, se lo pasan de miedo», señala. Hasta la desgracia tiene un lado bueno.