El Palacio Real y sus jardines: entre la historia y el misterio
Es abril de 1738. Un Madrid majestuoso vitorea. Las campanas tañen y repiquetean. Se va a colocar la primera piedra del Palacio Real. Los señores asisten, la llanura asiste. Todos aguardan el esperado momento.
Entre el cortejo de carrozas se distingue al arzobispo de Tiro, que acetre e hisopo en mano rocía el terreno con agua bendita. El Madrid capitalino y cristiano se protege de un oscuro pasado.
La explanada palaciega se levanta sobre el antiguo Mayrit, la fortificación que erigieron los omeyas de Córdoba para proteger el norte de al-Ándalus de los reinos cristianos. En el año 852 el emir Muhammad I, hijo de Abderramán II, mandó construir a orillas del río Manzanares un acuartelamiento defensivo que con los siglos evolucionó en el Madrid actual –la única capital europea de origen árabe-.
Allí se erigió un alcázar que sirvió para coordinar la defensa árabe durante más de 200 años, hasta que Alfonso VI, rey de Castilla y León, conquistó en 1085 la todopoderosa ciudad de Toledo, y con ella Mayrit cayó sin ofrecer apenas resistencia.
Los árabes no se rindieron e intentaron reconquistar la ciudadela. En 1109 las tropas del almorávide Alí ben Yusuf acamparon en la ladera del alcázar, pero un brote de peste les sobrevino diezmando al escuadrón. El ejército de la media luna se retiró y a partir de entonces se conoce el enclave como el Campo del Moro. Los más castizos dijeron que la Virgen de la Almudena había intercedido en su favor, enviando la epidemia a las tropas sitiadoras para defender a los cristianos.
Los reyes castellanos tomaron la fortaleza y la transformaron en el Real Alcázar de Madrid, residencia de la familia real desde los Trastámara hasta Felipe V, y sede de las Cortes del Reino hasta que un extraño incendio redujo la construcción a cenizas. A ojos de la muchedumbre iletrada, el alcázar de Muhammad I estaba maldito.
APARICIONES, MUERTES Y LLAMAS ASOLAN EL REAL ALCÁZAR
Cuentan los supersticiosos que los cortesanos preferían dar un rodeo para llegar al Real Alcázar antes que atravesar los jardines del Campo del Moro, donde las ánimas de los árabes atemorizaban a los palaciegos con ayes y gritos de lamento.
Las crónicas de la época describen el mal fario atribuido al promontorio. Escribe Jerónimo de Barrionuevo en sus «Avisos del Madrid de los Austrias» (1658) que la ladera donde se asentó Muhammad I estaba habitada por una suerte de duendes, brujas y fantasmas que, por haber visto perturbada su tranquilidad, se aparecían dando gritos y cambiando de sitio el mobiliario del alcázar.
«Muchos días ha que se oyen golpes en palacio, a pausas, desde la medianoche hasta que llega el día; y como se van llegando a ellos, se van apartando. Unas veces son en la torre del despacho del rey; otras en el reloj, a quien atan al volante, y ellos no dejan de continuar comenzando desde lo profundo de la capilla; con que el desvelo y el miedo de las damas es grande… El cuidado del rey no es poco, ni las guardas que se ponen menos, y a mediodía se han visto menear los escritorios».
«Allí había acudido un sirviente del duque de Alba a escuchar misa (a la capilla del Real Alcázar), cuando fue protagonista de un encuentro que a la postre resultaría mortal: se encontró con una hermosa dama que no era capaz de quitar el ojo debido a su belleza. Sin embargo, tras el oficio, quiso echarle una nueva ojeada y al hacerlo, horrorizado, descubrió que el rostro de la dama no era otro que ¡el de la misma muerte! El hombre quedó tan impresionado que allí mismo se desmayó y hubo de ser trasladado hasta su casa, donde poco después de dar testimonio de lo que había visto, falleció de la impresión recibida».
Igual de controvertido fue el misterioso fuego que la nochebuena de 1734 devoró el Real Alcázar. Las crónicas narran que «estando el alcázar deshabitado en el momento del incendio, voces lastimeras y otras de gozo brotaban de entre las llamas».
Todavía hoy el origen y las circunstancias del fuego no están claras. Los más incrédulos dicen que la construcción no era del gusto de Felipe V, primer rey de la Casa Borbón, que acostumbrado al estilo de Versalles, donde vivió hasta que llegó a España en 1700, sopló para avivar las llamas en lugar de apagarlas. La extraña ausencia de la familia real ese día –que normalmente celebraba la nochebuena en palacio–, el traslado previo de algunas obras de arte al Palacio del Buen Retiro y el hecho de que la dinastía anterior, la rival Casa de Austria, hubiera convertido el Real Alcázar en insignia de su poder alimentan la polémica.
Poco le importaron a Felipe V las supersticiones palatinas. Sobre las cenizas del Real Alcázar mandó construir el Palacio Real.
EXORCISMOS REALES Y ESPÍRITUS PERVERSOS
El arquitecto Felippo Juvara fue elegido por el monarca para diseñar el proyecto, tres veces mayor que la construcción actual. El edificio estaba destinado a ser el emblema de la Casa Borbón. El palacio que mostrara que España dejaba atrás una época pasada para recibir otra mejor.
Pero las dimensiones de la obra hacían imposible su ejecución en la superficie del Real Alcázar. Felipe V, sin embargo, se oponía a trasladarlo de lugar. Aquel espacio era el símbolo de la monarquía anterior, y el nuevo rey pretendía que el pueblo viese en su palacio la continuidad de la dinastía Borbón sin ruptura con la anterior, a sabiendas de su origen extranjero.
Ante el conflicto con Juvara, los mentideros cuentan que el rey apresó al arquitecto por miedo a que ejecutara el palacio para otro monarca. Según dicen, ordenó que le arrancaran los ojos y la lengua, y que le cortaran las manos y los pies para que no pudiera escaparse ni repetir los planos de la obra. Sea como fuere, lo cierto es que dos años antes de poner la primera piedra murió en circunstancias nunca aclaradas.
Felipe V encargó el nuevo palacio, más modesto que el proyecto inicial, al discípulo de Juvara, Bautista Sachetti, que se ayudó de otros dos arquitectos, Ventura Rodríguez y Francesco Sabatini. En abril de 1738 arrancaron las obras con el depósito, a escasos 11 metros de lo que había sido la puerta principal del Real Alcázar, de la primera piedra del enclave.
El agua bendita del arzobispo de Tiro no evitó los extraños acontecimientos que se sucedieron a continuación. Según describen las crónicas, extrañas sombras trepaban por los inconclusos muros ante el pánico de los obreros. Seres malévolos se aparecían durante las obras arrojando a los trabajadores al vacío. Tanto es así que se llegó a escribir sobre un exorcismo ordenado por Felipe V para alejar a las ánimas, alentadas por el arquitecto Juvara. Después, obligó a los obreros a bañarse en agua bendita y a portar multitud de escapularios e imágenes de Santos.
Mientras, su esposa, Isabel de Farnesio, relacionaba sus pesadillas con la construcción del palacio. Cuentan que una noche soñó que un terremoto reducía Madrid a escombros, y que las efigies de los reyes españoles -108 esculturas que esperaban para ser colocadas en las cornisas superiores del palacio- caían sobre ella matándola. Convencida de que se trataba de una señal divina, logró que no se levantaran. Las esculturas se guardaron en los sótanos de palacio hasta que la reina Isabel II ordenó que se trasladaran a diferentes puntos del país. Así, se ubicaron en la plaza de Oriente, en los jardines de Sabatini, en el Retiro, en el antiguo Museo del Ejército y en distintos lugares de Toledo, Burgos, Logroño y Vitoria.
Lo cierto es que en el frontispicio del palacio se colocaron jarrones de gran tamaño en lugar de las efigies. Sin embargo, en la esquina izquierda, según se mira de frente, no se divisa un jarrón sino una cabeza de piedra. Hay quienes dicen que es la del arquitecto Juvara, que la mandó poner el rey a modo de desagravio por los servicios prestados.
EL FANTASMA QUE PREÑABA CORTESANAS
Durante muchos años corrió por los pasillos de palacio el rumor de que un fantasma con el rostro oculto habitaba los jardines del Campo del Moro. Por las noches, cuando las cortesanas salían a tomar el aire, se les aparecía maltrecho por la pérdida de un amor.
Las damas, a las que la compasión podía más que el miedo, se acercaban al alma enamorada a ofrecerle consuelo. No podían soportar verlo arrastrar tanto dolor. Pero el ánima aprovechaba su piedad para galantear con ellas.
Según cuentan, el fantasma les robaba el decoro hasta que lograba penetrarlas. Numerosas fueron las que cayeron en sus tretas. Mujeres vírgenes y misericordiosas que el fantasma dejó embarazadas. Y con la vergüenza en las entrañas las abandonaba.
Los malpensados dicen que nunca habitó en el parterre semejante fantasma. Que las apariciones eran invenciones de las palaciegas, que se daban a los placeres carnales en lugar de guardar castidad. Y cuando el bulto asomaba justificaban la impureza de sus actos con el recuerdo de un fantasma de rostro embozado.
Muy buen artículo.
El autor, Marcelino Abad, merece mi más sentida consideración por propugnar no sólo los tesoros artísticos que esconde nuestra villa sino también entresijos de nuestra historia que no se nos deben escapar a las nuevas generaciones. Felicidades maestro!!!
Hola!!, me encanta tu forma de realizar el contenido, el mundo necesita mas gente como tu