Locales emblemáticos de Madrid: «Cabezonería por resistir»
Mapa interactivo: Paloma Ruiz del Pozo
Texto: Patricia García / Luis Herrero-Tejedor
A los bares y cafeterías centenarios de Madrid no les pesa la vejez, sino el olvido. Los dueños de los últimos establecimientos que perviven de aquella ciudad que ya casi no existe observan impotentes como los nuevos tiempos les han relegado a un segundo plano en el callejero. Sus clientes fieles, condicionados como ellos por el paso del tiempo, han ido desapareciendo, y las nuevas generaciones no terminan de tomar el relevo a sus predecesoras. El cierre del famoso Embassy, anunciado la semana pasada, es tan solo un ejemplo más de la difícil situación que atraviesan estos rincones, historia viva de la capital.
Muchos de estos bares «de toda la vida» están considerados patrimonio histórico, una condición que les reporta más dificultades que beneficios, y además «no se refleja» en la promoción que les hacen las agencias de turismo. «Estamos obligados a mantener cuidado el local pero no recibimos ningún tipo de ayuda fiscal para hacerlo. Nos suben los impuestos por todos lados, es como si quisieran que desapareciésemos». José Manuel Escamilla es el hijo del actual dueño del Café Gijón, que adquirió el establecimiento hace dos décadas. Tal y como indica la placa atornillada en su fachada, el Gijón fue fundado en 1888. Las frecuentes charlas y reuniones que los intelectuales más destacados del siglo XX sostuvieron entre sus paredes le hicieron ganar pronto la fama que aún hoy conserva. Desde hace algunos años, sin embargo, ni siquiera su condición de emblema de la capital le permite mantener el esplendor del que gozó en su mejor época.
El Lhardy es otro de los símbolos madrileños que sufre el mismo mal. «Nuestra escalera y nuestro restaurante están protegidos legalmente por ser patrimonio histórico», explica Daniel Marugán, miembro de una de las dos familias que regentan el local desde que en 1923 se lo comprasen a «los Lhardy». No pueden cambiar su estructura, tampoco quieren. La única tentativa que tuvieron de hacerlo fue para instalar un pequeño ascensor. «Tenemos muchos clientes que, por su edad, no pueden subir a la primera planta, donde se encuentra el restaurante». Cuando intentaron realizar las obras, les denegaron las licencias. «Estuvimos diez años intentándolo, pero dejamos de hacerlo porque ya ni siquiera tenemos el dinero para llevarlo a cabo. No sabemos si la legislación actual nos lo permitiría».
El estado de las calles colindantes al restaurante también está jugando, en opinión del dueño, un papel determinante. Marugán se refiere a que las vías, cada vez más deterioradas, «han revertido negativamente en su negocio». «Ahora en los alrededores hay muchos locales de copas y bares de jóvenes, que por las noches pasan por allí, borrachos y ruidosos. Las calles están desgastadas y descuidadas. Cada vez hay más delincuencia y carteristas, y eso ha hecho que los clientes prototípicos del Lhardy, que son gente de un nivel económico medio-alto, cada vez frecuenten menos esa zona». En este sentido apunta que «se ha notado más la dejadez que la crisis».
Desde hace 40 días, el nuevo dueño de El Espejo, Sergio Munguira, ha cambiado por completo la gestión del establecimiento para evitar su desaparición. «Ha habido graves problemas de administración. Se mantenían a más de 30 trabajadores que llevaban aquí 40 años y cobraban demasiado». El sueldo de sus empleados más antiguos superaba por poco los 1.500 euros. Ahora, con la nueva gestión, se ha visto reducido en un 30%, el límite establecido por el convenio de la empresa. «También hemos tenido que reducir la plantilla. En el restaurante había cinco camareros y hemos dejado dos». El dueño del Café Gijón ha tenido que someter a su plantilla a un recorte similar para poder competir con las grandes cadenas que se están llevando el grueso de la clientela. «Para ser competitivos en el mercado no podemos pagar unos sueldos tan elevados».
Que estos locales sigan abiertos es poco menos que «un milagro». Habla el encargado de noche del Café Central, Toni Campos, que a la hora hacer balance no consigue explicarse cómo es posible que no hayan cerrado todavía. «Nosotros ofrecemos conciertos todas las noches del año, que es una manera de cerrar. Pero no lo hemos hecho, inexplicablemente». Desde hace 33 años en Madrid hay interpretaciones de jazz a diario gracias al Central. Su filosofía es sencilla: ofrecen un lugar en el que se pueda disfrutar sin mirar el reloj. «La gente ahora no tiene tiempo. Yo me acuerdo de pequeño, que tenía tiempo hasta para merendar, para pasar el rato. Mi abuelo era una persona completamente diferente a mí. Supongo que son cosas de las épocas».
A diferencia de sus compañeros históricos, Toni opina que en el Central no existe una obsesión por la gestión. «Hoy en día hay un extraño gusto por la certidumbre, por la seguridad. Nosotros vivimos al día. Nos mantenemos por el esfuerzo de los propios dueños, por cabezonería de resistir». Tal vez por su arriesgada estrategia han vivido épocas en las que han estado cerca de desaparecer. Sus seguidores más incondicionales, sin embargo, no lo han permitido. «Aquí han tocado verdaderas leyendas vivas del jazz. Hubo una vez en los noventa que, cuando pasábamos por un mal momento, Tete Montoliu se ofreció a tocar durante dos semanas seguidas para ayudarnos a relanzar el negocio».
Otros cafés, sin embargo, no gozaron de tanta fortuna ni de tantos apoyos. Precisamente el martes de esta misma semana iba a reabrirse el añorado Café Comercial, que tras décadas atesorando anécdotas e historias en una de las esquinas de la Plaza de Bilbao, se vio obligado a cerrar sus puertas en 2015. Se desconoce aún la razón por la que se ha acabado posponiendo la sonada reapertura, se especula que puede deberse a un problema de licencias. Sea como fuere los dueños ya han tranquilizado a los pocos impacientes haciéndoles saber que, más pronto que tarde, podrán disfrutar otra vez de la magia del local. Cuando se termine de consumar su resurrección Madrid contará con un miembro más de esa particular resistencia que se mantiene, sordamente, en estos establecimientos que han formado y formarán para siempre parte de la esencia de su capital.