Cuatro negronis por Gistau
El pasado 9 de febrero, poco antes de que dieran las once de la noche, el periódico EL MUNDO daba la noticia: «Muere el periodista David Gistau a los 49 años». Un golpe bajo. En un relato de Gente que se fue (2019) —su último libro— el columnista describía los restos diurnos de un salón tras una farra de aúpa: «Ya no contenían la promesa de una fiesta, sino la certeza de un momento concluido». Los que nos prodigábamos por su columna sentimos ese domingo el miedo de las relaciones dependientes.
La fiesta de leerle entre semana se había suspendido. La intimidad que se crea entre el columnista y su lector tiene algo de infidelidad, o de los códigos por los que se rige el adulterio. Lector y columnista funcionan como dos amantes que se ven una o dos veces por semana: el encuentro es rápido, placentero, privado. Casi furtivo. La brevedad del género y la imposibilidad de verse a voluntad hacen del negocio algo adictivo. Se crea la necesidad de que a uno le insuflen su veneno semanal. Pero David se nos ha ido à la française, sin dejarnos ni el parche para pasar el mono. Los periodistas prematuros del Máster ABC 2019-20 opinan sobre la influencia de Gistau en su vida periodística, pero también personal.
Pablo Lodeiro
La muerte, tan antigua como la propia humanidad, sigue siendo ese críptico final que todavía no hemos conseguido descifrar como raza. Incluso los grandes capos sobre los que escribía Gistau, dioses entre hombres, temían su llamada. El abandonar este mundo con una cuenta pendiente, con esa frase que nunca lleguemos a pronunciar o apurar esa cerveza infinita mirando a los ojos a ese amor al que nunca revelaremos nuestro más profundo secreto. La parca nos hace sentir indefensos, provoca un miedo irracional que acelera nuestro organismo y mente, y hace que nos replanteemos incluso lo que consideramos inamovible en nuestra vida. «Tengo que dejar de fumar», dice, mientras el humo de su cigarro se mezcla con el vaho matinal. Gistau temía el no poder estar en casa demasiado pronto. Pero por los suyos, no por sí mismo. De él, me lo creo.
Las lágrimas se enredan. Son las doce de la noche del 26 de enero. Tumbado en la cama, mi cerebro me miente una vez más, y me dice que el aire no llega a los pulmones. Siento una necesidad impulsiva de seguir deslizando la pantalla de mi móvil, en busca de esa última noticia que me haga entender qué mierda ha pasado. Kobe Bryant ha muerto. Es casi indescriptible lo que esto significa para mí. Sé transformarlo en palabras para que los ajenos al mundo de Naismith entiendan lo que significa perder a ese enfermizo del juego que era Kobe. Da igual, el diálogo, en mi caso, es interno. Elijo una canción y salgo al patio de mi apartamento. Trapos sucios y banderas forran el cubículo urbanita que, en su única salida al mundo exterior, señala a un cielo ligeramente estrellado. Cuando murió mi abuelo, hace ya unos años, bebí hasta bien entrada la noche y pedí música folk irlandesa en cada bar que colonicé. Este domingo, solo me repito «Kobe Bryant ha muerto, no me jodas».
Que se vayan tanto Gistau como Bryant, antes de tiempo, es perder a alguien que ha formado parte de tu vida, reformulando lo que significa el contacto social. De joven, daba mis primeros sorbos de café con la primera luz del día en A Couña mientras veía los resúmenes de la NBA. Estos últimos años, iba y volvía en el metro, ya en Madrid y como nómada, repasando las líneas de Gistau. «Y a quién coño leo yo ahora por las mañanas», rezaban amigos del madrileño tras su muerte.
«El buen periodista deportivo es el buen periodista», decía un amigo, un poco harto de mi obsesión por escribir sobre ello. Gistau era eso, un buen profesional, y daba igual si de su teclado salían manufacturas sobre el Congreso o sobre su queridísimo Real Madrid. Reconozco que su columna «El sueño cumplido», sobre la victoria absoluta de la Selección de fútbol en el Mundial de Sudáfrica en 2010, la leí muchos años después de su publicación. Con 17, con mi particular adolescencia introvertida, poco me interesaba lo que tuviesen que decir mis amigos más cercanos, y ni mucho menos un barbudo desde una hoja de papel. Sin embargo, con el paso de los años, comencé a profundizar en el deporte, a verlo desde otros primas, y a leer a gente que sabía más que yo. Gistau estaba ahí, explicando 120 minutos de fútbol (en realidad, toda una historia) de una manera compleja que obligaba al revisionado y que replanteaba un prisma corrompido por el ruido y la vulgaridad mediática del fútbol. Como volver a nacer, y todo gracias a una sucia página de papel.
Noemi Nacemento
Otro pasaporte a la leyenda. Pensar que Gente que se fue se archivará como su último libro, resulta triste, injusto. Prefiero pensar que «la muerte es el comienzo de la inmortalidad», como decía el francés Robespierre. Supongo que en ese momento él también buscaba una explicación y trataba de justificar el haber perdido a un grande. Las palabras o escritos del periodista madrileño han tintado tantos corazones como hojas de papel. Una leyenda del luchar, del «regatear» a la muerte, aunque finalmente se lo haya llevado. A pesar de haber perdido a su padre cuando solo era un niño, era un valiente. Llegó a ser corresponsal de guerra en Afganistán, un hecho tan temeroso como heroico.
Rescataba la belleza de las pequeñas cosas, el dolor de las heridas aún abiertas y era capaz de recoger en sus relatos textos tan luminosos y oscuros a la vez, que casi eran perfectos. Digo «casi» porque la perfección no existe y eso es perfecto. Un gran referente en el mundo periodístico y de la información. Todos le reconocerán porque sus palabras están escritas para construir historias y la historia de lo que fue. La vida es periodismo y Gistau siempre explotaba un «haber estado allí», una experiencia y una forma de contar las cosas que lo convertía en magia: disfrazaba al lector en primera persona. Un eterno genio.
Juan López
A mí, David Gistau, se me murió dos veces. La primera, un domingo, cuando un perezoso whatsapp me notificó su defunción. Pues sí, y tal, me dio pena. Como lector, era alguien a quien acudía, alguien que leer cada vez que el Real Madrid ganaba. O sea, casi siempre. Pero a mí, Gistau, se me murió poco a poco, como una colección de septiembre que te llega por fascículos. Cada obituario leído con fruición se convertía casi en una afrenta. Un recordatorio de lo que pudo ser y no llegó, una manera de ser del Atleti: tu vecino disfrutó de la copa de Europa y tú te quedas con haber ganado en octavos. Y tal.
En definitiva, asistir en diferido a la muerte de alguien que, desde luego, podías haber querido. Es muy de noche en cualquier discoteca: estás a punto de conocer al amor de tu vida y solo te queda el triste olor en tus manos del burrito de las seis de la mañana. Que es eso, puro derroche monetario.
Porque yo, en definitiva, quería ser amigo de David Gistau. Más allá de querer escribir como él —vanidad, envidia, y demás pecados católicos—, quería tomarme un simple negroni, una caña. Un intercambio de asentimientos con la cabeza, en plan, rollo, que eso, que de alguna manera nos sonábamos.
Una vez, hace tantos años que parece que fueron cuatro, le pregunté a un periodista de provincias por Gistau. «El niño bonito de la derecha», que era más bonito aún, porque David rondaría en torno los 45 años. Bendita niñez. Yo, más que querer vivir mucho, quise ser como él, y vivir para siempre siendo joven. Como las actrices, o como Amy Winehouse.
Y fíjate que, hoy en día, después de cautivos todos los ejércitos rojos, el tema es ser raro: una extraña moda emponzoña cualquier tipo de actividad lúdico-festivo-cultural. Ahora lo más de lo más es ser lo más diferente: da igual lo lejos que te vayas que la sociedad, más pronto que tarde, te acaba pillando. La gente presume de ansiolíticos como antes podía hacerse de dinero. Y él, pues que no. Que lo que quiere es vivir. Cuánto más —y más, y más— mejor. Morir, al final, es de paletos.
Por eso la segunda muerte de Gistau, la que llegó a trozos por cualquier periódico —aquí no hubo bandos, gracias David—, fue la dura. Se murió el hombre que quería vivir, evidenciando dos cosas. Una, que la vida es puta. Joder, simplemente, quería ser padre. Dos, que morir, morimos todos. Que no existen adjetivos que te parapeten de esta mierda. Que es eso, morir y una mierda. Perdón. Creo que dejaré de fumar.
Que David era un señor que quería ser padre, y como tal, prometer que no se iba a morir nunca. Pero, ya se sabe, que la promesa de inmortalidad de los progenitores —que son remarcables en su puta ausencia, como cuando falta el alcohol— no nos la creemos, pero que nos gustaría apostar todo nuestro dinero. La tristeza de descubrir que los reyes magos no existen no es comparable al vacío de decir, y lo siento por Luca y compañía, «ya ves, que murió. Joven. Bueno, no fue culpa tuya».
Antes quería escribir como él. Ahora mismo, en mi casi abandonada juventud, solo serlo. Que solo quiera vivir para ellos. Para los que vengan. Que no serán muchos. O no serán ninguno. Pero sí suficientes.
Beatriz Lozano
De púber, leía con ansiedad. Haciendo medias del porcentaje devorado y por devorar. En un atraganto constante por pasar la página. Leía sin leer, con el nerviosismo del empollón que omite el entre líneas. Hasta que aprendí a leer, seguro que un día que tenía prisa. Me quedé y fui lento. Estrujando las palabras como una toalla empapada. Escuchándolas y agitándolas, a ver qué más decían. Cuando pienso en Gistau, la memoria fotográfica me lleva ipso facto a unas letras en cursiva: «Al abordaje». La felicidad tontorrona de quedarme un rato en la esquina insólita desde la que David miraba las cosas. Regodearme en su última idea a partir de una sesión de control al gobierno, que a mi dejaba de parecerme urgente y banal por cómo conseguía retorcer la toalla.
El Gistau más escritor que periodista asomaba la cabeza en algunas columnas. Pero le conocí de verdad en Gente que se fue. Mi mejor amiga me lo regaló por mi cumpleaños, porque alguien se me había ido. Recuerdo tenerlo entre manos en un trayecto de tren Madrid-Santander el año pasado, a mediados de febrero. Al leerle, estuve en su piso cerca de Plaza del Ángel y cuando se enamoró de Romi. También con su «álter ego» conduciendo embrutecido por el alcohol camino de Sepúlveda. Me refugié con él en los negronis. Mis negronis de celulosa que, después de terminar el libro, pedía como una ridícula en cualquier bareto de la comunidad autónoma cántabra. Por emularle incluso en la ingesta de bebidas espirituosas. Como si eso me hiciera escribir mejor. Pero creo que no se trataba de querer parecerme a él, sino de que me caía bien. Había estado en el tren con Gistau, con su salvaje y contenida alegría.