Crítica de «Museo Hermitage. El poder del arte»: un lugar donde perder la cabeza
Como ya sabrán, el museo Hermitage se aloja en el corazón de San Petersburgo, una ciudad que, en sí misma, es una obra de arte. La majestuosa herencia zarista alcanza su cenit a orillas del río Neva: el Palacio de Invierno, donde reside una de las mejores colecciones artísticas del mundo (por calidad y variedad). Leonardo, Rafael, Caravaggio, Tiziano, Canova, Rembrandt, Monet, Gauguin o Mattise —entre otros genios— inmortalizan al Hermitage.
El largometraje narra lúcidamente los tres siglos de historia de la ciudad a través de un museo que fue testigo de excepción desde el inicio de la misma. Cronológicamente, el documental arranca con la figura del fundador de la ciudad, Pedro I y su interés por el arte; continúa con la más vivaz, europeísta e ilustrada zarina que Rusia ha conocido, Catalina ll (devoradora obsesiva de arte y literatura, con su masiva colección personal nació el Hermitage); y acaba con el convulso siglo XX: desde la revolución del 17 y las ventas de cuadros al extranjero para financiar al Estado, hasta la evacuación in extremis de la mayor parte del patrimonio artístico a Los Urales en 1941 y su posterior reinserción en el museo en 1944, tras finalizar el sitio de una ciudad que ya había sido renombrada como Leningrado y que resistió numantinamente el asedio alemán.
La narración corre a cargo del genial Toni Servillo. En esta ocasión es inevitable no compararlo con su personaje más carismático, Jep Gambardella (la gran belleza, 2014). La elegancia, la pausa y el don de la palabra, concisa y adecuada, invitan a ello. Servillo pasea por el Palacio de Invierno con el aplomo y la melancolía de Jep por las orillas del Tíber, por lugares donde parece que el tiempo se ha detenido.
Aunque la película está continuamente salpicada con citas literarias, en un momento la narración cambia el rumbo para acercarse a los grandes poetas y escritores soviéticos que vivieron y sufrieron a la urbe. Perseguidos por sus ideas políticas y asfixiados por un gobierno, ya fuera en el zarismo o en el régimen comunista, que ató en corto a las élites intelectuales y coaccionó su libertad. Hablamos de Pushkin, Dostoyevski, Ajmátova o Serguéi Yesenin, que en el momento anterior a suicidarse escribió: «morir en esta vida no es nuevo, pero tampoco es nuevo el vivir».
Pese a tener un ritmo excesivamente lento y pausado, muy marcado por los nexos musicales, es un documento visualmente bello y fidedigno, que posee un valor cultural enorme. Se debe al arte, y en definitiva, es su único protagonista. Como bien decía Renzo Piano: «los museos son lugares donde uno debe perder la cabeza». Que así sea.