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Crónica de un día festivo en una pequeña sala de cine

Fachada Cine Renoir Retiro (Foto: Antonio Cuevas)

Madrid. Cuatro menos cuarto de la tarde. Día festivo por la Inmaculada Concepción. Madrileños de todas partes copan las terrazas. Un Retiro soleado se convierte en el recreo de los niños sin colegio y los padres sirven de perchero para sus chaquetas. En el cercano cine Renoir comienzan a llegar los más puntuales a la sesión de las 16 horas. Entran por la fachada ornamentada con estatuas grecorromanas de calle Narváez. Predomina un público de parejas de más de cuarenta años, que frecuentan el cine rebelándose a la cautivadora comodidad del sofá de casa: «No es lo mismo que en televisión. Llevo más de 20 años viniendo con la misma acompañante –su señora sonríe– una o dos veces al mes. Nos gustan especialmente las películas que suelen poner aquí en versión original. Se disfruta más de la trama en un cine: sala a oscuras, ver hora y media de, con algo de suerte, una buena película y con las mejores condiciones de sonido e imagen, sin posibilidad de interrupciones cotidianas que se dan en casa».

El Renoir Retiro cuenta con cuatro salas distribuidas en dos plantas. En la primera, en la propia entrada, está el quiosco donde te venden el maíz tostado, con su especial sinfonía de olores. «Claro que voy a comprar palomitas. Si vengo al cine me apetece comer palomitas. Si está abierto el cine y se pueden comer, no me importa la mascarilla; ya estamos suficientemente separados dentro de la sala», aclara una espectadora que se resiste a vivir con el freno de mano echado, como sin embargo parece insistir las élites gobernantes con sus medidas de cumplimiento obligatorio en la población.

En la segunda planta hay otras dos salas y un amplio vestíbulo donde con un cartel de otra época -estilo vintage- en estos días promociona Isabel Coixet su última creación. Realmente de otro tiempo parecen estos cines, que han pasado de tener asientos para más de cien espectadores en cada sala a verse reducido por la rigurosidad de las medidas sanitarias que no permiten estar contiguos más que a los convivientes. O supervivientes, vistos desde la perspectiva de los propietarios y el número de asistentes en los últimos meses.

Una vez en la sala, las luces desaparecen y puedes imaginar cómo el piccolo Totò comienza a girar la manivela en la sala de máquinas. La película transcurre sin más incidencia que cualquier tos en la sala provocada por la ingesta de palomitas o algún estornudo estimulado por las bajas temperaturas de diciembre en Madrid, pero hoy con el omnipresente virus parece que se escapan miradas inquisitivas en ciertos destellos de luz del proyector sobre los inocentes. Por ello, al desaparecer la oscuridad, mientras se proyectan los créditos finales de la película, un olor a licor de minibar inunda la sala: una trabajadora entra en la sala rociando cada centímetro de las butacas con un bote de aerosol, un pulverizante alcohólico que según reza su etiqueta acaba con virus y bacterias. Quizá tan tramposa como la propia palabra aerosol, que semeja ocultar dos de los cuatro elementos de la Tierra – fuego y aire –y sin embargo es la abreviatura insípida de un anglicismo: aerosolution.

Desde hace años, las salas de cine han sufrido una importante caída de público y consecuentemente de ventas. Principalmente desbancadas por las nuevas plataformas audiovisuales que han modificado la forma de ver cine. Aquellos años en los que el nodo sustituía a los anuncios publicitarios, el cine contenía un imaginario nostálgicamente ocre que se proyectaba en forma de escapatoria juvenil, de primeros romances, de amistades, de ciudad de provincias… En la canción una de romanos de Sabina está presente esa esencia; porque el cine ha sido el becerro de oro de varias generaciones, a pesar de que lo más importante para la mayoría de hoy sea el oro del becerro, como decía Galeano.

Splendor (1989) Mastronniani y Troisi abatidos ante la falta de público

A principios de los 90,  Ettore Scola da a luz a una depurada elegía al cine y su modus operandi :  Splendor (1989) . En esta cinta Mastroianni regenta un cine de un pequeño pueblo romano, y Massimo Troisi reconvertido a cinematógrafo. Retrata, en una estética muy cuidada, cómo afectó  al negocio del cine los inicios del pase por televisión de películas y su notable merma de público. Llegan a perdurar con sesiones tan reducido de espectadores como dedos en una mano. Siendo este otro frente abierto que en su momento el cine pudo eludir, aferrándose a lo inmortal para acabar muriendo de tiempo.

Hoy Goliat es una Hidra policefálica –encarnada en las distintas plataformas contenidos audiovisuales de consumo doméstico – y la cepa que algún día daba buen vino parece sufrir de alguna plaga de hongos – representada en la privación de lo ámbito social por el virus –. Es complejo remediarlo con dispensadores de geles hidroalcóholicos o con sprays que prometen actuar de panacea.
La persistencia del machadiano «hoy es siempre todavía» tal vez pueda sostener la escarniosa situación en la que se encuentra el cine como espacio físico, y el descendiente público asiduo. De momento, los cines y sus propietarios parecen emplazarse al pandémico verso de Los Desnudos (2020) de Antonio Lucas: «nosotros, a favor de no aceptarlo todo».

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