El pueblo judío: una comunidad errante en continua espera
La Sinagoga de Madrid, en el barrio de Chamberí, es la segunda establecida tras la expulsión de los judíos en 1492. Es un lugar de encuentro para aquellos judíos como Elías Friedman que viven lejos de su hogar
Elías Friedman es israelí, pero ahora vive en Madrid con su mujer y sus cinco hijos. Hace once meses tuvo que emigrar de Mea Shearim, situado al norte de Jerusalén, después de ser trasladado por trabajo. Hasta entonces, vivían en un barrio únicamente con judíos ortodoxos. Los talits, las kipás, los sombreros negros y los tirabuzones rodeaban su hogar. Ahora, el barrio y las costumbres han cambiado y, a pesar de los tiempos, la adaptación no resulta fácil. En su casa de Madrid se respira una paz indescriptible. Mientras los niños juegan y leen, Friedman y su mujer recuerdan los días en Israel. Todo su hogar recuerda en cierto modo a su vida en su tierra.
Cada viernes al atardecer, la familia se desplazaba al Muro de las Lamentaciones para dar comienzo al Sabbat. Allí entregaban rezos, cantos y bailes a Dios. Además, acudían a celebrar la tradicional cena del viernes junto con familiares. También, iban a la sinagoga para inculcar la fe a los más pequeños. Cuando aparecían en el firmamento las primeras estrellas de la noche, gran parte de la ciudad quedaba paralizada. No se usa el teléfono, tampoco se cocina y se cuenta cada paso.
«Tras el sonido del ‘shofar’ cada viernes, los negocios de la zona cerraban para descansar», explica. Esta trompeta anuncia el comienzo del día de reposo por las callejuelas de Jerusalén. Ahora en Madrid se tienen que conformar con una sinagoga en la calle Balmes, en el corazón de Chamberí, y rezar en dirección a su tierra. «Era más sencillo vivir nuestra fe en Israel porque estábamos entre correligionarios», afirma Friedman. Además, explica que esta situación implica un cambio de mentalidad. «En mi tierra hay tiendas ‘kosher’, que son los alimentos que Dios reveló a Moisés como aptos para que ingiramos. En cambio, aquí es complicado encontrarlos, aunque cada vez hay más», reconoce mientras abre su nevera para ver la escasez de comida. No pueden mezclar las carnes con los lácteos y tampoco pueden comer carne porcina en cualquiera de sus formas.
En la sinagoga reciben todos los servicios religiosos. Han cambiado el Muro de las Lamentaciones por su nueva sinagoga en Madrid. «Aunque el muro es el único vestigio que queda del Templo de Jerusalén y, por tanto, lugar sagrado de respeto y recuerdo para nuestro pueblo, el rezo tiene la misma importancia sea allí o no, tal y como indica el Pentateuco», asegura el rabino Leon Benguigui Cohen. Allí acuden diariamente.
Para los judíos el día comienza con el ocaso y culmina en el siguiente ocaso del posterior día, de forma que los que son inmigrantes deben adaptarse al horario occidental. «En Israel, las festividades religiosas marcan el calendario laboral de modo que, si vives fuera, tienes un gran problema para vivir con normalidad. Allí te sentías comprendido y arropado», explica Friedman con cierta nostalgia. Su mujer, que no ha querido revelar su identidad, afirma que supone un esfuerzo «extraordinario» e implica afrontar el peligro de la desaparición como judíos en varias generaciones. «Esta amenaza no nos asusta porque fortalece nuestra fe y nuestro compromiso. Sabemos que Él no nos abandona», reconoce mientras enseña la menorá, el candelabro judío que representa la luz universal inspirada por Dios. No pueden nombrar a Dios: «Es una forma de entender que lo Divino está situado más allá de lo que nosotros podemos tocar o decir con conceptos humanos. Cuando lo mencionas, lo reduces a una dimensión humana».
Según la Biblioteca Virtual judía, en España viven 11.700 judíos distribuidos en varias provincias. La Comunidad Judía de Madrid es la principal institución que vela para garantizar la continuidad de esta religión. «Su misión es facilitar servicios religiosos y alimentarios para que los judíos podamos vivir nuestra fe con normalidad», explica Aída Oceransky, que ha trabajado en este centro. Para ello, el Rabinato de la Comunidad Judía tiene un servicio de certificación industrial de kashrut para fábricas agroalimentarias que quieran elaborar productos para el consumo kosher. «Muchos judíos pueden adquirir alimentos aptos según las leyes de la Torá. Es un gran paso para nuestra cultura», afirma.
No obstante, Friedman piensa que no es suficiente. «Es cierto que supone un avance, pero hay muchas cosas que faltan por hacer», afirma. La vestimenta es otro elemento complejo. En su antiguo barrio, había un cartel traducido en varios idiomas que rogaba a los visitantes no pasear por la zona con ropa indecente. Ahora, tiene que acostumbrarse a otra cultura. «No vestir adecuadamente es una ofensa a nuestro Padre», afirma Friedman.
Además, su mujer explica que la ropa tiene un significado «trascendente». «Tapamos el cuerpo porque es limitado y nos recuerda que tenemos alma, aunque también lo hacemos para ocultar nuestro ser», comenta su mujer. Su armario contiene vestimentas elegantes que guarda para ocasiones especiales. «No nos vestimos de cualquier forma para un encuentro», reconoce Friedman. También, explica que el judío imita a Dios y no puede exhibirse desnudo al ojo del otro. «El cuerpo muestra la conexión de belleza entre el Creador y la creación, de forma que la ropa es esencial», concluye. Su mujer afirma que la cultura occidental no ayuda en esta forma de concepción. «Intentamos inculcar esto a nuestros hijos, pero en las calles ven otra cosa y es complicado explicarles que nuestra forma de vida es distinta», comenta.
La transmisión de la fe: un reto
«Nosotros mantenemos inamovible el Pentateuco, de forma que nuestra transmisión de fe consiste en la tradición oral que llevaron a cabo los profetas, jueces y la gran asamblea», indica el Rabino Leon Benguigui. Cada noche los Friedman rezan juntos, van a la sinagoga, y cada sábado recuerdan cómo Dios descansó tras la creación. También la Pésaj, conocida como la pascua judía, en la que celebran la liberación del pueblo hebreo esclavo de Egipto. Todas estas celebraciones y rituales son la memoria de un pueblo que se reconoce escogido y preferido por Dios. A través de estos relatos e historias, los niños desde bien pequeños empiezan a adentrarse en la religión y conocer la historia de su pueblo.
Es cierto que los tiempos han cambiado y la familia de Friedman se ha adaptado al entorno. Sin embargo, su mirada nostálgica parece anhelar los paseos por Mea Shearim, el olor a incienso de su sinagoga y los ruegos en el Muro. Para su familia, la fe es la piedra angular de su existencia. «No concebimos una vida sin Él». Los judíos no pueden pronunciar ni escribir el nombre de Dios. Tampoco dibujarlo. «Es más grande de lo que podemos percibir con las manos o la mente y cuando lo nombras, lo reduces a la dimensión humana», afirma su mujer.
Dentro de dos semanas, Efraím, el primogénito, celebrará el Benei Mitzvá, que significa hijo de los mandamientos. «Es uno de los acontecimientos más importantes para un judío», afirma Friedman. Este acto simboliza que su hijo ya ha alcanzado la madurez. «Delante de la comunidad en la que ha crecido su cuerpo y su alma, pasará a ser responsable de sus actos», explica Friedman. Su hijo está «contento» porque supone un antes y después en su fe. «Me hubiera gustado vivirlo en Israel porque allí he aprendido de mi comunidad», afirma el pequeño.
El pueblo judío es el pueblo de la espera. Se puede apreciar en la parsimonia de Friedman con su mujer y sus hijos. En cómo sirven la comida en los platos. En su forma de leer la Torá. Ellos siguen esperando al salvador. «Nuestro pueblo está en constante espera del Mesías y la redención eterna», indica el rabino Benguigui. Para ellos, la transmisión de la fe es imprescindible. Cada día, al levantarse, al salir de casa y al acostarse, la familia reza el Shema Israel, una plegaria judía que aparece en el libro del Deuteronomio y que los cristianos también han heredado. «Nuestro ejemplo de fidelidad es el legado que dejamos a nuestra descendencia», afirma la mujer de Friedman. Además, una jamba de su puerta tiene grabada este rezo con la mezuzá, un trozo de madera que tocan y besan cada vez que salen de su hogar y en cada una de las puertas de la casa.
Una nación maltratada
Desde los inicios del judaísmo, el pueblo de Israel ha sufrido expulsiones, guerras y exterminios. Mario Sznajder es profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Hebrea de Jerusalén y afirma que el antisemitismo es una realidad desconocida. «Los judíos fueron expulsados de su propia tierra por asirios, babilonios, romanos y de casi todos los países de Europa», explica. Además, recuerda que fueron recluidos en guetos y separados de la población general: «A través del Edicto de Granada, los Reyes Católicos expulsaron a la población judía».
También, piensa que el Holocausto, para ellos la Shoah, es una muestra de la «descomunal» persecución. «Pienso que el antisemitismo es una enfermedad social de la cultura occidental que persiste hasta hoy», afirma el profesor. Para muchos judíos, este sufrimiento es un misterio, pero no dudan de su alianza con Dios. «Está escrito que el pueblo de Israel debía padecer, pero eso nos vincula con nuestro Padre porque somos su nación amada», afirma Friedman. Después de estas palabras, abre la Torá y recita el siguiente versículo del profeta Oseas: «Porque por muchos días los hijos de Israel quedarán sin rey, sin sacrificio y sin pilar».