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Un viaje en metro con los prismáticos de Julio Cortázar

 

El mundo ha vuelto a cambiar y no me da tiempo a anotar todo lo que pasa. FOTO: A.A.
El mundo ha vuelto a cambiar y no me da tiempo a anotar todo lo que pasa. FOTO: A.A.

por Alfonso Armada

Hay cuatro extranjeros esperando en la parada de la Empresa Madrileña de Transportes que comparten el 114 y el 146 a la puerta del diario en el que trabajo desde hace 16 años. Aquí no hay metro. Son de la obra que crece en el solar donde estuvo la rotativa de ABC. Ahora ellos levantan la nueva sede del Banco Popular y un centro comercial. Signo de los tiempos. Subo al 146 (“destino Callao”) no para hacer la ruta de regreso a casa de todos los días. Me bajo en Virgen del Portillo con Virgen del Sagrario (“son las 20 horas del 28 de abril de 2015”, se oye por la megafonía del autobús justo antes de bajarme).

Compruebo que la esquina es exactamente la de las dos vírgenes: la del Portillo y la del Sagrario. Subo una pequeña rampa. La suavidad de la tarde ha llenado las terrazas de los bares de gente ociosa, que bebe más que come. Me detengo ante la boca del metro “Bº de la Concepción. Acceso Virgen del Romero (de 6:00 a 1:30 h)”.

Son las 20:04 cuando empieza de verdad mi propia ruta metropolitana. Me cruzo con un muchacho que canta. Cuando le miro se le escapa una sonrisa por la comisura de los labios. Cuando me doy la vuelta, camina a paso vivo, ufano, agita los brazos, los levanta, se celebra a sí mismo. Reparo en el gran mural que decora la antesala de la estación: un bajorrelieve de arcilla cuajado de formas abstractas y colores cálidos. Me paro ante el cristal blindado de la taquilla que ha dejado de serlo. Espero a que la empleada (blusa rosa, pelo blanco) repare en mí:

—¿Me puede decir de quién es ese mural?
—No tengo ni idea.

Cuento los tramos de escaleras. El primero, de cemento. Tras la barrera electrónica, dos tramos mecánicos, que serán tres tras la bifurcación. Los pasillos parecen estar clamando por un crimen, o al menos por una novela policíaca. Tramas y sensaciones que se forman en la cabeza sin saber muy bien por qué. En la última esquina antes del andén, dos anuncios enfrentados: “Próxima estación. El libro. ‘Nueve meses y una vida’ antes de ver la cara de mi hijo”. Una mujer lee plácidamente. “Una bebida isotónica antes de salir a la pista del Canal”. Un barbudo flaco que parece un gurú. Al pie de ambos, la M de Madrid acostada y de pie. Y la consigna que me temo no ha hecho fortuna: “La suma de todos”.

El panel luminoso conjuga palabras con puntos ambarinos: “Va a hacer su entrada en la estación”. Me siento en el cuarto vagón de este convoy de la línea 7 (Hospital del Henares-Pitis). Observo a mis compañeros de viaje. Un hombre se ata el cordón del zapato derecho. Seis mujeres consultan el móvil. Una masca chicle y se mira las puntas estalladas de su melena con un cansancio que parece que arrastra desde hace lustros. El único que lee un libro lleva cascos. En Parque de las Avenidas no se baja nadie y entran cinco. De los nuevos, uno lee el periódico (doblado, no consigo averiguar de cuál se trata). Dos mujeres hablan. Dos se suman a los que consultan el móvil. No hay puertas entre los vagones. Por el vano izquierdo irrumpe un muchacho que parece haber crecido demasiado demasiado pronto. Viene de hacer deporte, sudoroso, con una camiseta XXL, blanca, con la franja de la bandera gallega cruzándole el pecho en diagonal. En vez del escudo del Antiguo Reino luce el anagrama de Estrella Galicia. En los pies, estridentes zapatillas de color naranja. Deben ser luminiscentes en la oscuridad. Como una Virgen a la que tuve mucha devoción cuando era niño. Se sienta a mi lado. Trasiega de un gran termo con la prosodia de un rumiante satisfecho. En Cartagena no baja nadie, pero suben seis mujeres.

Los pasillos parecen estar clamando por un crimen, o al menos por una novela policíaca. . FOTO: A.A.
Los pasillos parecen estar clamando por un crimen, o al menos por una novela policíaca. FOTO: A.A.

Desde el inicio del viaje captó mi atención una señora sentada en mi diagonal. Una de las pocas de todo el vagón que no hace nada, que contempla el curso del mundo (no lee, no se agazapa tras un móvil, no duerme: observa): botas negras por debajo de la rodilla, de esas que estuvieron de moda hace cuarenta años y remiten a una posguerra desintegrándose con parsimonia tras el Telón de Acero. Medias a juego, pulseras negras, cabello negro, ojeras pronunciadas y labios -pintados con un carmín que el paso de las horas ha ido volviendo mate, pasión sin objeto- fruncidos en un gesto entre la resignación y el fastidio. Tiene algo de prima lejana o hermana menor de la protagonista de Cinco horas con Mario, pero como si cansada de quejarse se limitara a observar el teatro del absurdo. Para acabar de volver incongruente la figura, o traerla de contrabando a nuestra época, a sus pies reposa una mochila y una bolsa de una tienda de ropa.

En la estación de Avenida de América cambia la geografía humana, como si se empeñara en ser fiel al legado de Cristóbal Colón. No somos conscientes de los nombres de las estaciones. Forman parte de un mapa al que nos hemos acostumbrado como al serrín de la rutina. “Como a la servidumbre”, diría Gabriel Albiac.

El vagón se llena. Destaca un grupo de cinco mujeres que podrían pasar por monjas estadounidenses de paisano, aunque nacidas en Elche, Almendralejo, Munera, Alcorcón o Mondoñedo. Visten con una gama de azules, grises y blancos que armoniza con su pelo, entrecano, limpio, sin alharacas. Se tocan, se ríen, han entrado en el último tramo de la vida sin aparente rencor. Cotorrean a voces y eso permite hacerse una idea de su teodicea.

—¡Qué suerte tienen algunas!
—Iguales, iguales.
—De la fábrica está así.

El estruendo del convoy cuando se pone en movimiento desdibuja el hilo de la conversación.

—Es que es un caso.

La mujer de negro se levanta como un muelle dado de sí. Se cuelga la mochila de un hombro (lo que impugna de golpe la austeridad de su atuendo), coge la bolsa y se baja en Gregorio Marañón.

—No sé yo de hecho…
—Estamos…

Me levanto y me sitúo al lado del grupo para espiar mejor.

—Yo lo tengo muy claro.
—Eso es una grasa.
—No podemos ejercer.
—Anoche no pude yo dormir.
—Ni piensa en ella ni en nada.

Es como si le estuvieran dictando un diálogo a Samuel Beckett.

Se bajan en Alonso Cano con la alegría de unas quinceañeras de un colegio de monjas para jubiladas.

El vagón se ha quedado semivacío: 5 de pie, 24 sentados.

Ahora soy yo el que cambia de rumbo. Me bajo en Alonso Cano para hacer transbordo a la línea 2. La roja. Destino: Sol. Me niego a usar el nombre comercial que ha usurpado el corazón político de España. Pero antes de que se abran las puertas se oye cantar a un negro una canción de amor que se comen los tránsitos, el tiempo, el aluvión de gente que va y viene.

Un tramo de escaleras sube. Otro tramo también sube. El metro parece a veces un dibujo de M. C. Escher. Como si quisiera sumirnos en un espejo matemático paradójico.

Adelanto a dos mujeres sin cuello que van en mi misma dirección, y pego la oreja como si pegara la hebra.

—Cuando deja de trabajar deja de estar entretenida.
—Lo mismo mañana empieza.
—Dice Julián: esta niña se queda 40 días y 40 noches.
—Yo no sé lo que habla con ella.

Una chica morena, de melena de antracita y aires latinoamericanos, se limpia algo pegajoso de los dedos ante una papelera.

—Tiene que haber pagado mucho.
—Tiene que pagar ahora, a últimos de mes.

Nos metemos en el mismo vagón. Me siento entre una mujer que juega a mover un cochecito en un móvil de hace dos generaciones y otra a matar grageas en un smartphone. Enfrente, una madre le enseña algo a su hija en la pantalla, apaisada, del celular. Al llegar a la siguiente estación cambia mi pareja de la izquierda: la que se sienta es una mujer que lleva un botón en la mano, las uñas a media asta y sin pintar, como de alguien que suele lavar con jabón Lagarto. Guarda el botón en un bolsillo del bolso y saca un móvil. Hago recuento de mi vagón: de pie, un chico lee un libro. Es el único que localizo enfrascado en un invento tan arcaico. Hay doce almas con un móvil en la mano. Solo una chica lo utiliza para hablar. Hay una persona (una mujer en la cincuentena, pelo rubio rizado, cazadora vaquera) que hace lo mismo que yo: escribir en un cuaderno. Las dos mujeres sin cuello, sentadas a media distancia, se han quedado en silencio. Miran al vacío, aprietan los labios. Como si buscaran algo que decirse y no lo encontraran. Una se rasca la muñeca. Un chico se quita la cazadora de cuero. Asoma una camisa de cuadros blancos y rojos como si quisiera convertir su pecho en un pic-nic. Hago una foto del vagón. Desde la otra punta, entre siluetas, biografías recortadas, perfiles, una chica me ha descubierto. Me mira. La miro. Se sonríe. Vuelve a hablar con alguien que tiene frente a ella y que no puedo ver.

Me siento entre una mujer que juega a mover un cochecito en un móvil de hace dos generaciones y otra a matar grageas en un smartphone. FOTO: A.A.
Me siento entre una mujer que juega a mover un cochecito en un móvil de hace dos generaciones y otra a matar grageas en un smartphone. FOTO: A.A.

Son las 20:35 cuando entramos en la estación de Ópera. El mundo ha vuelto a cambiar y no me da tiempo a anotar todo lo que pasa. Cada vez entiendo más a Borges. Entra una mujer casi más ancha que alta escoltada por dos varones que han entrado en la edad de oro de los bodegueros. Ambos se esmeran en hacer los honores a la oronda para que se siente como en casa. La chica de niqui blanco con rayas rojas que venía acompañándome desde el asiento de enfrente, picoteando desde sus gafas el contenido de la tarde, intenta ceder su asiento al que tiene más vetas canas en el pelo hirsuto. Él, zalamero, aprovecha para recrearse en la suerte de galantear.

—Próxima estación, Vodafone Sol.

No me queda más remedio que prestarme a la extorsión de la publicidad. Será solo esta vez.

—Correspondencia con líneas 1 y 3 y Cercanías Renfe. Estación en curva. Al salir, tengan cuidado de no introducir el pie entre coche y andén.

Hay anuncios que parecen haberse inspirado en las Historias de cronopios y famas de Julio Cortázar.

Ataco el primer tramo de escaleras. En el rincón, semejante al de un cuadrilátero de boxeo, un acordeonista negro toca con entusiasmo el Canon de Pachelbel. Parece el lugar más insólito, quizá el más apropiado, para acompañar los afanes de todos los que nos perdemos y encontramos en la red subterránea que entrelaza nuestros afanes y nuestras biografías. Llego al Kilómetro 0 de todas las carreteras radiales de España a las 20:41 horas. Hay seis alumnos del Máster de ABC esperando. Otra vida está a punto de comenzar.

Alfonso Armada fue director del Máster de ABC durante los últimos seis años, y puede decir sin ponerse demasiado estupendo que fueron algunos de los mejores de su vida.

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