Ficciones

Noctámbulos

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Nighthawks (1942), de Edward Hopper

La ciudad entera a mis pies y nadie para compartirla.

Sustancia y propósito divorciados.

Era una de esas noches de abril en las que puedes oír tus propios pasos sobre las baldosas. Una de esas noches en las que, cuando la gente duerme plácidamente en sus camas, los noctámbulos despiertan como borrachos de soledad. Porque no quieren renunciar a la vida y se aferran a ella hasta el final del día. Se les puede ver en las últimas butacas de las salas de cine, con la cara en sombra, bajando la calle muy despacio en el coche, apurando un triste vaso.

Por lo que a mí respecta, aquel 14 de abril vagaba sin rumbo bajo la luz de las farolas. Mis pulmones se llenaban con cada suspiro de aire fresco y el silencio estaba preñado de sonidos. Tintineos, crujidos, chirridos, pisadas apresuradas, ladridos. Todo parecía posible, un destello de plata en una esquina, la voluntad o la vida, un último estertor junto a una bolsa de papel.

Pero dentro de aquella cafetería el tiempo se había detenido. Lo noté en cuanto traspasé el umbral y me llegó aquel olor a cruasán recién tostado que después nunca olvidaría. Ese condenado olor cambió mi vida.

—¿Qué desea caballero?

—Un café cargado. Tan cargado como pueda estar.

Me miró aquel tipo del sombrero azul. Se giró hacia la mujer, vestido rojo y carmín rojo resaltando la blancura de su piel. Se sonrieron con disimulo, pagaron la cuenta y salieron, dejándome a solas con aquel camarero. Llevaba uno de esos ridículos gorros blancos medio encasquetado sobre la calva. Recuerdo que su nuca brillaba como una bola de billar recién bruñida.

—¿Quiere un cruasán?

—No, gracias.

—Eso es porque no ha probado uno de estos. —Cogió uno de los cruasanes que reposaban tras un inmaculado cristal, todos perfectamente alineados. —Tome, invita la casa.

Supongo que le di las gracias. Pero dejé el cruasán en el plato, sin intención de probarlo. Al cabo de un rato estaba leyendo el periódico tranquilamente. No me interesaban las memeces de siempre, ya sabe, política o edificios inaugurados; por aquel entonces aún me gustaba la sección de deportes.

Ya veo.

 —El caso es que ese tipo se me quedó mirando mientras leía. Se apoyó sobre la barra y se puso a mirarme, sin más.

 —¿Y eso le molestó?

 —¡Claro joder! Me miraba con sus ojos azules como si fuera un maldito libro de recetas.

Le pregunté si quería algo. Él me contestó que sí, que claro que sí. Me dijo muy claramente:

—¿Qué estás haciendo?

—Leer cómo ese maldito Murdock se carga el equipo otra vez.

—No me refiero a eso, ¿qué estás haciendo aquí? —Frotaba un vaso de cristal con un trapo impecable, girando la muñeca una y otra vez, pero tenía sus ojos clavados en los míos.

No me apetecía entablar una de esas conversaciones profundas con camareros, así que saqué unas monedas y las dejé con una palmada en la barra. Tenía la mano en la puerta, pero su voz me retuvo.

—Ya no volverá, Jack.

—¿Cómo ha dicho? —Volví adentro, más con la intención de averiguar por qué aquel desconocido sabía mi nombre. Y a punto de perder los papeles.

—Ella está con otro hombre y a nadie le importa tu desesperación.

Me abalancé sobre la barra y le cogí del pecho.

—¡Vete a la mierda! ¿Quién te crees que eres?

No me enorgullezco de ello, pero le zarandeé. Quizás estaba asustado porque supiera aquello, enfurecido porque se metiera en mi vida. Me molestaba el modo que tenía de leerme con sus ojos azules. Me sentía desnudo.

—No importa quién sea, Jack. Lo importante es que estoy aquí para ayudarte, para que averigües la gran pregunta.

—¿Qué gran pregunta? ¿Esto es algún tipo de concurso, eh gilipollas? —Le solté del pecho y me senté de nuevo en la butaca. Mientras me aflojaba el nudo de la corbata, aquel tipo me pilló desprevenido, cogió el cruasán del plato y me lo metió en la boca antes de que pudiera protestar.

—¡Prúebalo!

Me quedé estupefacto, con medio cruasán sobresaliéndome de la boca y las migas cayendo al suelo.

—¡Cómetelo!

Y lo hice. Era el cruasán más delicioso que había probado jamás. Perfecto en todos sus matices. Consistente, redondo. Completo.

¿Se puede creer que al día siguiente en aquel bar había una librería?

—No.

—Me lo imaginaba.

—¿Así que se fue sin más, después de que le metiera un cruasán en la boca como si fuera el relleno de un pavo de Navidad?

—Sí.

—Ya veo. ¿Y cuál era esa gran pregunta?

—No estoy seguro, pensaba que usted me ayudaría a resolverla.

—¿Por qué demonios le metió un cruasán en la boca?

 —No lo sé.

 —Bueno, volviendo a la entrevista, ¿por qué decidió embarcarse en “Sustancia y Propósito”, para muchos, la primera novela que disecciona el alma del hombre posmoderno?

 —Se lo acabo de contar.

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