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Los fotogramas perdidos

Autor: Federico Marín Bellón

La fachada del cine Bogart de Madrid. Foto: Chema Barroso
La fachada del desaparecido cine Bogart de Madrid.  Foto: Chema Barroso

En los años de la movida no todos los jóvenes íbamos al Rockola ni terminábamos las noches colocados, tumbados boca arriba para contar las estrellas. Algunos preferíamos fumarnos las clases para ir al cine. O puede que fuéramos al cine porque no teníamos nada mejor que hacer mientras los alumnos inteligentes, los que no habían equivocado su vocación, aprendían algo en el otoño más importante de sus vidas. Ahora ya no importa, porque aquel curso de Arquitectura fue mi mejor año de Periodismo, igual que el auténtico aprendizaje del segundo oficio más viejo del mundo empezó cuando tuve que dejar la facultad para venir al ABC.

Resulta que a mediados de los ochenta, mientras maldecía mi presente sin futuro, la vida transcurría a 24 fotogramas por segundo, a veces un poco más despacio. Pisé todas las salas que ya no existen, los viejos cinestudios, la Filmoteca y en una ocasión incluso una polvorienta sala S, lugares todos en los que te dejaban sentarte bajo techo durante dos horas largas por una chocolatina. Que no se confunda nadie con la transacción; así llamaban algunos a unas monedas de veinte duros que no habría mordido ni Nadal.

Eran los tiempos en los que todavía existía la sesión continua. Uno podía entrar en el cine sin consultar ni la hora y sentarse donde pudiera, en mitad del tercer rollo, por ejemplo, procurando no molestar. Recuerdo que en los últimos años escolares vi así «Porky’s», con Jaime y Javi, que me empujaron a comprar las entradas porque mi prematuro bigotillo facilitaba a la taquillera el paripé de la vista gorda. Vimos casi sin pestañear la media hora final de aquella comedia sexual que acabó siendo buena al lado de sus secuelas y, después de los preceptivos anuncios y de la sintonía de Movierecord, empezamos a reconstruir la historia desde el principio, hasta llegar a lo conocido.

Ante una obra maestra, el espectador está indefenso, la mejor manera de disfrutar cualquier cosa

No recuerdo si en aquella improvisada cuarta dimensión nos paramos en el punto de origen o volvimos a ver el desenlace, pero el experimento era siempre revelador. Contaba uno de los Trueba, puede que David, que una experiencia similar encarriló su vocación. Después de quedarse enganchado al segundo pase de alguna joya de Billy Wilder, empezó a comprender la mecánica del genio, sus trucos de cámara y los prodigios que permite un guión bien construido. Ante una obra maestra, en efecto, el espectador está indefenso, la mejor manera de disfrutar cualquier cosa. El director y los actores hacen con él lo que quieren, pero un ojo entrenado empieza a descubrir demasiado si contempla el milagro por segunda vez. Por eso ningún mago que se precie repite sus trucos de la misma manera.

Perdonad tanto desvío. Lo que quería contar es que cuando la Gran Vía aún olía al Hollywood aficionado a los toros y las multisalas no se habían comido los viejos cines sin 3D –ahora mismo un lector sensato cambiaría estas batallitas por «La última sesión» de Bogdanovich– todavía era posible saltarse las clases de cálculo y análisis de formas por un curso intensivo de cine. En los antiguos cinestudios de Madrid era posible ver a precio de mal estudiante dos o tres películas del tirón. Hitchcock, Wilder, Fellini, Woody Allen, Welles, Kubrick e incluso Alan Parker te enseñaban en una tarde qué era eso del estilo y cómo puede evolucionar con el tiempo. La única alternativa a aquel lujo la servían con periodicidad semanal en los impagables ciclos de Televisión Española, por lo general en el UHF, donde aún dejaban entrar a tipos como Douglas Sirk o Fassbinder. En la actualidad, hay que tener tele de pago o exprimir el ADSL con el orden de un bibliotecario para conseguir una experiencia similar. La Filmo era otro lugar donde aprender con rigor cronológico. Me viene a la cabeza un programa especialmente instructivo: «Cien directores, cien películas». No vi menos de ochenta, aunque alguna la dormí como un león, con despertares épicos, como cuando me sobresaltó la escena cumbre de Ricardo III: «¡Un caballo, un caballo… mi reino por un caballo!». Ya jugaba al ajedrez, pero ni por esas dejó de parecerme Laurence Olivier un embajador pretencioso de Shakespeare.

«Gran parte de lo que sé de cine se lo debo a aquella época »

No sé en cuántos títulos llegué a refugiarme en el año más desamparado y solitario de mi vida, antes de descubrir la facultad de Periodismo. Nuestro sufrido edificio gris podrá parecer una cárcel o un lugar donde rodar películas siniestras, pero tenía algo que lo distinguía de la oscura Escuela de Arquitectura: ¡había chicas! No lo creeréis, pero en los ochenta las carreras técnicas eran lo más parecido al Comic-Con que pinta «The Big Bang Theory»: estaban llenas de frikis y sentarte entre dos «jóvenas» era un milagro estadístico, no digamos soñar con que al menos una fuera guapa (que las había). Gran parte de lo que sé de cine se lo debo a aquella época, aunque no debería despreciar los años previos del VHS. El primer reproductor que tuvimos en casa era tan antiguo que incluía mando a distancia con cable. De tanto tropezar, tuvimos que empezar a levantarnos.

(Aprovecho para negar, como sostienen algunos historiadores, que dejara de querer a mi hermano pequeño cuando grabó alguna basura encima de «Al este del Edén»).

Tampoco le sentó mal al futuro crítico la enciclopedia que se bebió por fascículos, en los tiempos en que Madrid tenía un kiosco en cada esquina. Me sorprendería que mi hija pequeña recuerde de mayor que en aquellas casetas plantadas en mitad de la acera se vendían periódicos y, a veces, era posible comprar las colecciones hasta el final.

Había en Madrid mil sitios donde estudiar cine sin matrícula

Había en Madrid, en suma, mil sitios donde estudiar cine sin matrícula, en los que una generación de viejos proyectores respiraban como asmáticos para que pudiéramos soñar despiertos. Aquellas películas apuraban su vida comercial heridas por mil cortes y arañazos, pero sabían a gloria. Era como sacudir el mantel de un banquete entre animalillos hambrientos. Imposible olvidar los cines Groucho, el Bogart (antes llamado Cedaceros y aún antes frontón y teatro de polichinelas), el cine Azul de la Gran Vía (el peor si la película era aburrida, de puro cómodo), el cinestudio Falla, el Fantasio de Conde de Peñalver, el Dúplex de General Oráa… O los Ideal, que un día pertenecieron a mi tía abuela Encarna (si has visto «El quinteto de la muerte», la conoces) y que, ya en otras manos y tras una recaída pasajera entre cartones de bingo, resucitó por sorpresa, troceado a la moda. Salvo hecatombe del grupo Inditex, no es fácil que se repita el milagro. Y ni por esas. Son tantos los desaparecidos que no merece la pena llorar una enumeración. En algunos de aquellos pases clandestinos era incluso posible ligar, si todavía se permite la expresión. Nunca me enamoré del todo, de hecho, sin pasar «la prueba del cine». Tendría que venir como mínimo Gisele Bündchen o quien esté ahora de moda a decirme que odia el séptimo arte para que le prestara alguna atención.

Añadiré como epílogo de aquel año de películas, museos y lecturas frías en el parque del Oeste que al final llegó el verano y pude poner fin a la farsa, pero antes de decidir mi nuevo rumbo me doctoré trabajando un mes en el Círculo de Lectores, que aún conserva su sede en el número 10 de la calle O’Donnell. En un «ferrajulio» que no conocen ni los romanos, subí miles de escalones sin ascensor en los barrios más pobres e incultos de la ciudad, medio ahorcado con la corbata de testigo de Jehová. Así conocí, por ejemplo, a un matrimonio entrañable de estatura asombrosa, por lo corta, que compartía analfabetismo pero presumía de una hija decidida a mejorar la especie como abogada, sin duda gracias a unos esfuerzos paternos ímprobos de verdad, no como los míos. También me topé con vecinos del rompeolas que no «necesitaban» más libros porque ya poseían diez o doce tomos con el nombre de Larousse en el lomo. Era más de lo que podrían leer antes de acabar en La Almudena, desde luego. La consigna era no dejarse desanimar por el entorno, llamar al timbre una vez más y soltar el rollo. Si te dejaban cruzar el umbral, aunque fuera para darte un vaso de compasión, sabías que la multinacional acababa de ganar un socio, a mil pesetas la pieza para el intermediario, descuentos aparte. Un día casi logro embaucar a diez buenas personas, pero el mejor sueldo fue acabar un poco con la tontería de la timidez y aprender dos o tres cosas sobre el género humano. Faltaba poco para llegar al primer escenario elegido por Amenábar, tan bueno para aprender periodismo, me repito, como las redacciones para ejercerlo. Pero esa es otra historia, que decían Kipling y el camarero bonachón de «Irma la dulce».

A Manuel de la Fuente, compañero del alma y maestro del oficio en horas bajas

(esta vez la ambigüedad es premeditada)

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