Peones que quieren ser reyes
Un adolescente camina ensimismado, casi levitando, a través de la plaza de Cruz del Rayo en dirección al edificio de ladrillo destapado que emplea el distrito para las actividades culturales. Masculla entre dientes una sucesión de códigos incomprensibles mientras esquiva a un grupo de jóvenes que revientan a saltos las ruedas de sus monopatines y a dos niños que juegan al fútbol sin porterías. La plaza, donde en otro tiempo estuvo abierto el Museo de la Ciudad y que preside con solemnidad el Auditorio Nacional, esconde un importante reducto cultural para la juventud. «F4, B6, C1, sacrifico el peón y penetra el alfil…», procesa Alberto a la puerta de la Escuela Municipal de Ajedrez de Chamartín, allí le espera su amigo Javier para asistir a la clase de nivel avanzado.
Aunque un enorme cartel azul en la fachada del edificio proclama que Chamartín tiene una escuela de ajedrez, el espacio reservado se limita a un aula en la primera planta. Así y todo, se trata del distrito de Madrid que más apuesta por este juego a medio camino entre la ciencia, el deporte y el arte. Tras seis años en funcionamiento, la escuela es una de las más grandes de España: 120 alumnos entre niños, jóvenes y adultos. «No queremos tanto alcanzar un resultado deportivo rápido, sino crear una base sólida para niños de alto rendimiento», explica el cubano Irisberto Herrera, Gran Maestro Internacional de ajedrez e impulsor del proyecto en 2006.
Javier y Alberto –alumnos del grupo avanzado– dedican muchas horas a la competición en torneos de la Comunidad de Madrid, incontables horas a hacer simulaciones frente al ordenador y dos clases semanales de teoría. Son sesiones de mucha exigencia, pero las risas brotan al instante en un aula flanqueada por dos enormes columnas. Una de ellas porta el dibujo de una torre de ajedrez sonriente con nariz rechoncha; la otra, un rey de ojos saltones y pestañas angulosas.
Los adolescentes toman asiento en la última fila mientras los más pequeños, agitados por la llegada de los mayores, ocupan las posiciones de delante. Ninguno toma apuntes, su cabeza es el blog de notas. «Observad está jugada de Gari Kaspárov, ¿quién sabe qué movimientos hay que hacer para ganar?», desafía Irisberto señalando a la pantalla donde aparece una conjunción de piezas en un tablero digital. Hugo, un niño de nueve años que no levanta un palmo del suelo, cabecea inquieto, curva todo su cuerpo y balancea compulsivo el brazo pidiendo la vez. Tiene la respuesta: cinco movimientos que enumera sin pestañear. Los niños diseccionan al segundo jugadas de Bobby Fischer, Anatoli Kárpov, José Raúl Capablanca y otros maestros del ajedrez. «Son niños con cualidades muy altas. Se nota desde el primer día si un chico vale o no, basta con verle cómo mueve el peón por primera vez», afirma Irisberto, que, no obstante, considera válidas otras formas de alcanzar el éxito. «También están los que necesitan mucho esfuerzo y cultivar su talento poco a poco, pero todos los caminos llevan al mismo sitio», puntualiza.
«¡Miren niños, qué cosa más bonita!»
Ese fue el caso de Irisberto Herrera, al que «los títulos le costaron todo» y que se tiene por alguien «más trabajador que talentoso» pese haber llegado a ser Gran Maestro Internacional. Nacido en Cuba hace 46 años, Irisberto fue campeón nacional en 1996 y se convirtió en Maestro Internacional con solo 19 años. En Cuba las estructuras para hacerse con esa distinción eran «muy sencillas», y sin embargo para conseguir la siguiente escala no existían los torneos adecuados. El ajedrecista cubano viajó a Europa en busca de los puntos que exige la FIDE (la Federación Internacional de Ajedrez) para reconocer a un Gran Maestro. Y lo logró tras cuatro años de tenacidad.
A partir de 1996, Irisberto comenzó a pasar más tiempo en Galicia que en su país y decidió adquirir la nacionalidad española. País que representó hasta su retirada de la alta competición en 2006. Entonces se lanzó a transmitir su visión romántica del ajedrez a las nuevas generaciones en Madrid. «Lo lindo del ajedrez es la preciosidad». Con frecuencia el maestro Irisberto Herrera interrumpe sus clases y se levanta de la silla para señalar un jugada: «¡Miren niños qué cosa más bonita!». Los alumnos rompen en carcajadas: «La belleza es otra cosa, profesor», contestan sin pararse mucho a pensar. En la época romántica del ajedrez, siglos XVII y XVIII, se buscaba la belleza a través de las combinaciones. Era cuestión de honor aceptar sacrificios, variar aperturas y no existía la fijación por competir que hay hoy. «Soy un romántico del ajedrez, a mí me gusta ser agresivo y tomar riesgos. Fuera del tablero también, pero controlados. En ajedrez se traslada la personalidad de cada uno», asevera el Gran Maestro, que se formó con los planes de entrenamiento cubanos, donde cada niño recibe una formación en función de su personalidad.
De un mítico jugador cubano procede, precisamente, el nombre del grupo que gestiona la escuela de Chamartín y una similar en el distrito de Fuencarral: José Raúl Capablanca. Conocido como «el Mozart del ajedrez», Capablanca fue un campeón del mundo que cambió la historia de este deporte-ciencia en los años 30: «Tenía un ajedrez cristalino, muy adelantado a su época». A los cuatro años aprendió las reglas viendo jugar a su padre con sus amigos. Un día en el trascurso de una partida de su padre, oficial del ejercito español (todavía Cuba pertenecía a la Corona), con otro militar, el niño comenzó a sonreír sin motivo aparente. Algo había despertado el interés de Capablanca: su padre estaba haciendo trampas, había movido el caballo de forma incorrecto y nadie más que un mocoso se había dado cuenta. Lejos de enfadarse, el padre llevó a su hijo a las mejores escuelas nacionales para tallar su desbordante talento. «Es el ideal nacional en un país donde ser ajedrecista es como ser un famoso jugador de fútbol. En Cuba, el ajedrez es una lengua materna», expone Irisberto.
Casi tan precoz como Capablanca fue en su infancia Francisco Vallejo, Gran Maestro Internacional y el mejor ajedrecista español en las últimas décadas. A los cinco años, Paco Vallejo ya se manejaba con soltura en el uso de todas las piezas, a los diez había conquistado el título de subcampeón mundial de su edad y a los 18 años era campeón mundial de su categoría. Su título de Gran Maestro lo conquistó durante una competición en La Habana con 17 años, donde pudo conocer de primera mano el respeto del que allí goza el deporte más táctico de todos. «La cultura del ajedrez en Cuba es impresionante. Un jugador mediano allí es infinitamente más conocido que el mejor aquí», explica Paco Vallejo, conocido durante un tiempo como «el Nadal del ajedrez». El mallorquín destaca el «buen funcionamiento» de escuelas como la de Chamartín, dedicadas a fomentar este deporte en la infancia. «En España se está trabajando muy bien las bases en los últimos años y la competición de élite tiene sus apoyos. El problema está en el medio, ¿qué hace alguien de 15 años con talento?, ¿va a la universidad o apuesta por dedicarse totalmente al ajedrez?», se pregunta Vallejo en referencia a los riesgos de vivir de un deporte poco respaldado por las instituciones.
Con 31 años, Vallejo permanece a las puertas de la élite, perdido en unas expectativas que nunca ha terminado de satisfacer, pero no se arrepiente ni un ápice de todo el sacrificio invertido: «Tengo una vida muy placentera. Me esforcé mucho de niño, y ese esfuerzo lo he recogido luego con creces».
«No todos puedes ser grandes campeones»
Mientras el pequeño Hugo se desgañita para responder el primero a las jugadas que dibuja el proyector, la única niña del aula aguarda silenciosa a su lado. Solo ante las ocurrencia infantiles de Hugo, suelta de vez en cuando alguna carcajada seca, pero se limita a admirar inmóvil las «preciosidades» que el profesor cubano hace desfilar frente a sus ojos cristalinos. «Carolina es, quizás, el mayor talento puro que he tenido en esta escuela», relata Irisberto sobre una niña de nueve años que es tercera de España en su categoría. «Nuestro objetivo final es fabricar a los campeones del futuro como Carolina, pero también queremos que aprendan a jugar con todas las piezas y se diviertan en el proceso. No todos puedes ser grandes campeones», argumenta Niala Collazo, otra de los profesoras del centro.
Retirada temporalmente de la alta competición, Niala Collazo es Maestra Internacional y fue campeona infantil en Cuba el mismo año en que Irisberto lo hacía en la categoría absoluta. Las mujeres ajedrecistas sufren exigencias y circunstancias distintas. A la edad de los 12 años, cuando se define el estilo de un jugador, pocas niñas siguen yendo al centro. «Es un tema cultural, prefieren ir a otras actividades. Además, esto no es Rusia donde convertirse en jugadora profesional es algo grandioso», apunta Irisberto. Otro de los problemas, como evidencia el caso de Niala Collazo, es que formar una familia entorpece la carrera profesional y hace perder la concentración, casi monacal, requerida para jugar en la élite. Excelsos obstáculos que Carolina, la gran promesa de la Escuela de Ajedrez de Chamartín, deberá sortear con la ayuda de los maestros cubanos.
Como si fueran gélidos maestros soviéticos, Alberto y Javier permanecen completamente callados en un segundo plano junto a un tablero desordenado, donde la pieza brillante de un rey negro está tumbado junto a peones de ambos bandos también volcados. En ajedrez todas las piezas tienen un papel escogido. Los dos adolescentes saben la lección y aguantan junto a otros compañeros de su edad con los brazos cruzados, el rostro serio, y responsables con el papel que deben desempeñar en esa clase: les toca a Hugo y Carolina hacer de reinas, mueven blancas. Francisco Vallejo sabe mucho de aquello y subraya lo fundamental: «Este es un deporte que enseña a ser responsable. En otras disciplinas puedes culpar al árbitro, al césped, a la mala suerte… En ajedrez no hay excusas, tu eres el único culpable de tu derrota» .