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Cuando Madrid concede nuevos recuerdos

Iglesia de Santa Bárbara. Foto: Enrique Cordero
Iglesia de Santa Bárbara. Foto: Enrique Cordero

Es curiosa la imagen que se percibe desde el semáforo de Goya que te lleva al corazón de la plaza de Colón. Debajo de la bandera que me recuerda los sentimientos encontrados que viví al llegar a esta gran ciudad, me dispongo a pasear. Una vez más. Como lo llevo haciendo desde que llegué a Madrid hace siete meses. No importa la hora a la que llegue a casa, siempre salgo a descubrir los secretos que esconde la ciudad.

Mientras camino, observo y analizo a una pareja que tengo delante. Ella lleva unos vaqueros y una blusa blanca. Él, enfundado en un impecable traje de chaqueta, camina a su lado y carga con su bolso. Ella baila, canta, se sube a los bordillos de la calle, hace equilibrios entre baldosas y baja escaleras de dos en dos. Se paran a mitad del camino y se dan un beso. Se miran y estallan en carcajadas que solo ellos dos entienden. Continúan andando. Cuando giro por Recoletos, dejando la imponente Biblioteca Nacional a mi izquierda, les pierdo en el semáforo. Al cruzar y pasar El Espejo me detengo en la figura de Valle-Inclán. Le hago un par de fotos para enviárselas a mi madre y subo por Bárbara de Braganza. Ellos vuelven a aparecer. Ella ha dejado de bailar. Ahora se cogen de la mano y entran en un portal. Espero que sigan siendo así de felices mucho tiempo.

La calle Belén siempre me recuerda grandes momentos de hace algunos años. Un anticuario me conquista al tener un busto que se parece a la cara del Moisés que plantó Manolo García en la Falla del Ayuntamiento las pasadas fiestas josefinas. Después de un par de instantáneas continúo subiendo hasta que vislumbro la casa que hay al final de la calle, ya en Pelayo. Tiene cuatro alturas. Una verja, envuelta en una enredadera, escolta la puerta de entrada. Me recuerda a alguna casa que vi en Chelsea o St.Germain. Me paro. La contemplo. Siempre me ha gustado la arquitectura -aunque la mayoría de veces no puedo hablar de estilos o capiteles porque no tengo ni idea-, una pareja se apunta el número de teléfono de uno de los pisos que se venden en el inmueble. Acaban de tener un bebé y la casa se les ha quedado pequeña. Ojalá vivan aquí, es una de las zonas más bonitas de Madrid.

Me paro a apuntar un par de cosas en mi cuaderno mientras un negro sale de un bar: «Espero que escribas ahí que te acabas de encontrar a un negro muy guapo». La verdad es que lo es. Se aleja cantando La Macarena.

Giro por Augusto Figueroa. Cruzo Hortaleza y llego a Fuencarral. Cuando empiezo a caminar siempre acabo reflexionando. Pienso en las razones que me llevaron a salir de mi querida Valencia para trasladarme a Madrid. De aquellas despedidas, de esas ganas infinitas por comprar únicamente un billete de ida para desembarcar en Atocha. Al fondo, en el edificio Telefónica, aparece él. Una de tantas razones. No le veía desde hace más de un año, sin embargo siempre ha estado presente de alguna forma. Su altura y su pelo me hacen reconocerle enseguida. Esos cabellos rubios que tantas veces acaricié. Tan suaves. Tan suyos. – Hola. – ¿Qué tal? -Espero que estés bien. -Me alegro de verte. (Qué conversación más absurda).

La luz del semáforo se pone en verde -como el de una salida de emergencia- y cruzo hacia Montera. Mucho más rápido de lo esperado. Siempre he andado deprisa pero ahora me ayuda una taquicardia que seguro que me acompaña toda la noche.

Tres ambulancias obstaculizan el paso a la Puerta del Sol. Al parecer, una joven estaba en el suelo y nadie sabía lo que le pasaba. Los médicos dicen que es diabética y le ha dado un «bajón de azúcar».

Sol me recuerda a las madrugadas de los domingos, cuando venía con mis padres y buscábamos la chocolatería de San Ginés. Después de desayunar íbamos al Rastro a buscar radios antiguas y moldes de hojalata. Seguro que vienen pronto. Mientras tanto voy a ir al kilómetro cero, donde me espera mi otra gran familia de Madrid.

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