Moncloa-Argüelles

Moncloa encendida

Luis Rosales. Foto: ABC
Luis Rosales. Foto: ABC

Moncloa cuenta entre sus huéspedes ilustres con algunos de los mejores poetas en español del siglo XX. Neruda, Alberti, Vicente Aleixandre o Carmen Conde escribieron versos en sus calles. En el número 34 de Altamirano, una placa interrumpe el andar monótono para recordarnos que allí vivió y compuso La Casa Encendida el poeta Luis Rosales.

Porque todo es igual y tú lo sabes,

has llegado a tu casa, y has cerrado la puerta

con ese mismo gesto con que se tira un día,

con que se quita la hoja atrasada del calendario

cuando todo es igual y tú lo sabes».

Luis Rosales (Granada, 1910-Madrid, 1992) alquiló el piso en 1945, casi expulsado de la casa que compartía con su hermana y su cuñado debido al tamaño que había adquirido su biblioteca. Allí, en una calle a priori poco poética, fue donde en 1949 tuvo el rapto de inspiración que le hizo componer en siete días uno de los clásicos de la poesía española. Para Carmen Díaz de Alda, profesora de Lengua y Literatura en la Universidad de Tampere (Finlandia), «La Casa Encendida es el espacio poético en el que pueden reunirse todos los componentes del corazón, todas las personas que ayudaron a hacer el corazón de Luis Rosales». «Los recuerdos de la juventud, su niñez granadina, el entorno familiar, la aparición de la amada, van llenando, iluminando, el interior del poeta –lo mismo que su casa encendida– en un largo poema bellísimo y entrañado, entre visión onírica y realidad», añade una de las mayores expertas en la obra de Rosales.

El actual propietario de la casa, Sixto Santolino, no sabía a quién pertenecía la vivienda cuando la compró en 1978. «Rosales se marchó por motivos de salud a una casa en Vallehermoso».  Sixto conocía a Rosales, pero no había leído el libro-poema hasta que se encontró con él y empezó a vivir en La Casa Encendida.

Rosales en la posguerra

Luis Rosales Fouz, hijo del poeta, recuerda el piso como una casa animada y abierta: «Había tertulias extraordinarias. Venían Leopoldo Panero, Luis Felipe Vivanco, Dionisio Ridruejo y Pedro Laín. Era un lugar donde se hablaba mucho». Y añade las palabras que el poeta nicaragüense José Coronel Urtecho dedicó a la hospitalidad de su padre: «Recuerdo Altamirano 34 como mi propia casa». El dolor por los amigos que no están (Juan Panero) y los padres perdidos (murieron con cinco días de diferencia en 1941), constituye uno de los temas capitales y más hondamente tratados por el poeta. Rosales Fouz encuentra en los siguientes versos, de esa temática,  unos de sus favoritos:

Las personas que no conocen el dolor son como iglesias sin bendecir,

y yo quisiera recordarte, padre mío, que hace unos años he visitado Italia,

yo quisiera decirte que Pompeya es una ciudad exacta, invariable y calcinada,

una ciudad que está en ruina igual que una mujer desnuda;

cuando la visité, sólo quedaba vivo en ella

lo más efímero y transitorio:

las rodadas que hicieron los carros sobre las losas del pavimento,

así ocurre en la vida;

y ahora debo decirte

que Pompeya está quemada por el Vesubio como hay personas que están quemadas por el placer,

pero el dolor es la ley de la gravedad del alma,

llega a nosotros iluminándonos,

deletreándonos los huesos,

y nos da la insatisfacción que es la fuerza con que el hombre se origina a sí mismo,

y deja en nuestra carne la certidumbre de vivir

como han quedado las rodadas sobre las calles de Pompeya».

Una vez acabada la Guerra Civil, Rosales se integró en los círculos culturales más alejados de la rigidez y el dogmatismo franquista, como las revistas Escorial y Cuadernos Hispanoamericanos, donde la pureza ideológica no era requisito necesario para publicar. También participó en la recomposición de las tertulias madrileñas, como las del Lyon D’Or  y el Café Gambrinus.

El poeta Enrique García-Máiquez, especialista en la obra del granadino, considera que, a pesar de reconocimientos como el Premio Nacional de Ensayo y el Premio Cervantes, su figura «ha quedado un tanto desdibujada y brumosa». «Ningún sector puede identificarse con un elusivo Rosales, definido por Pablo Neruda como “gran antipolítico”», agrega García-Máiquez.

Junto a esta indefinición, se encuentra la sombra de sospecha que se extendió sobre su responsabilidad en el asesinato de Federico García Lorca. Al poco de iniciarse la contienda, Lorca se encontraba en casa de los Rosales en Granada, de donde lo sacaron para ser fusilado. Durante décadas se señaló a Luis como culpable, a pesar de haberse arriesgado a una condena a muerte por intentar salvarlo. La pena por la pérdida de su amigo le acompañó de por vida: «A una llaga no se le saca más que sangre», escribió Rosales.

En el antiguo domicilio de Rosales, Sixto suele obsequiar a sus amigos extranjeros con un ejemplar de La Casa. Una placa nos recuerda al huésped ilustre y, al leer los versos finales, todo en Moncloa se enciende:

Al día siguiente,

-hoy-

al llegar a mi casa –Altamirano, 34– era de noche,

y ¿quién te cuida?, dime; no llovía;

el cielo estaba limpio;

–«Buenas noches, don Luis»-dice el sereno,

y al mirar hacia arriba,

vi iluminadas, obradoras, radiantes, estelares,

las ventanas,

–sí, todas las ventanas–.

Gracias, Señor, la casa está encendida».

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Un comentario en «Moncloa encendida»

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