Centro

Atocha, entre lo sagrado y lo profano

Vista nocturna de la Plaza de Santa Ana. Foto: Wikipedia

Sentados en los bancos de Puerta de Atocha tres jóvenes, con los pies estirados sobre las maletas, hacen tiempo hasta que llegue su tren. Uno de ellos escudriña una guía de viajes sobre Valencia. Los otros dos dormitan apoyando la cabeza el uno en el otro. En el banco de al lado, un hombre con la mirada perdida en el mar de coches que atraviesan la glorieta bebe de un brick de vino. Su equipaje no es más que una caja de cartón en la que asoma una manta sucia y una bolsa de pan de molde.

El griterío de decenas de aficionados madridistas que acuden hacia la plaza de Cibeles irrumpe la escena. Éstos celebran con cánticos que su equipo haya llegado a la final de la Champions. Las bufandas del club que agitan con energía avivan el fervor de los conductores que, al pasar por su lado, tocan el claxon al ritmo del himno. El clamor de los futboleros despierta a los somnolientos excursionistas, que se levantan con rapidez al comprobar que ya casi es la hora que indican sus billetes. El rostro del anciano indigente, por el contrario, permanece imperturbable. Sumido en la desidia de sus pensamientos, él no espera a que pase su tren, sino la vida.

Los ríos de hinchas que acuden hacia su diosa se van fusionando según llegan al Paseo del Prado. El aroma floral del jardín vertical del Caixa Forum se mezcla con el olor de las pizzas y las cervezas que dejan a su paso los componentes de la «marea blanca». El tumulto es tal que caminar en dirección contraria se convierte en un reto.

Los Relaciones Públicas de la calle Huertas tampoco son ajenos a la victoria del Real Madrid. Muchos van equipados con las camisetas y no dudan en captar la atención de alguno de los madridistas para que hagan una pausa y se tomen una copa en su bar. Uno de ellos se acerca a un grupo de extranjeras despistadas que pasean sin saber bien dónde van. El rápido taconeo de las estudiantes Erasmus se entrecruza con el ritmo constante del bastón de un jubilado que ha bajado a tirar la basura.

En el «Barrio de las Letras», la cuna y la tumba de los grandes literatos, hoy convive la juerga que rodea a los clubes nocturnos con el silencio sacro del convento de las Trinitarias Descalzas de San Ildefonso. Apoyados en sus muros, varias parejas de amantes se dejan llevar por la pasión y la alegría embriagadora de la fiesta.

Mientras los camareros de los restaurantes de la zona bajan la verja hasta la jornada siguiente; los bares de copas levantan las suyas. En el Café Central, en la plaza del Ángel, el Jazz que impulsa los dedos del pianista traspasa los límites de la puerta. Algunos curiosos disfrutan del espectáculo mirando a través del cristal. Se deleitan al ver los rápidos movimientos de las manos de los intérpretes. Parecen casi hipnotizados por una música que apenas se escucha fuera.

Los ritmos afroamericanos no son los únicos que se pueden escuchar por allí. Desde la plaza de Santa Ana hasta la Puerta del Sol, el Madrid castizo desaparece. El centro de la ciudad se convierte en una fusión de nacionalidades y culturas. Los pubs irlandeses colindan con salas de música latina; los restaurantes mexicanos comparten calle con los puestos de comida rápida norteamericana y asiática.

El kilómetro cero se convierte pasada la medianoche el punto de encuentro para todos, españoles y extranjeros. Un lugar donde un grupo de breakdancers unifica idiomas y culturas con sus bailes. Las acrobacias sorprenden a los transeúntes, que poco a poco van formando un gran círculo en medio de la plaza y detienen el tiempo. Hay momentos que no necesitan traductores.

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