La inalterable Navidad del Monasterio de El Escorial
Antonio Cuevas · Iván Martín
Visitar el Monasterio de San Lorenzo del Escorial en una mañana fría, nublada y pandémica es un ejercicio histórico difícil de igualar. Sin turistas, sin el repetitivo sonido del obturador de las cámaras de fotos cerrándose; el silencio y el eco de unas pisadas lejanas consiguen trasladarnos al final del siglo XVI, cuando Felipe II inauguró este icónico lugar con el precepto de celebrar la victoria de San Quintín frente a los franceses, aunque el principal objetivo del rey fue crear un Panteón para albergar los restos de su linaje familiar. Con el pensamiento y la mirada puesta en otra época, poco o nada dista de lo que fue el Monasterio hace cuatro siglos de lo que es en la actualidad; un palacio renacentista majestuoso apoyado sobre dos piedras angulares: una basílica y una biblioteca vaticanescas. Los arquitectos de esta obra magna (Juan Bautista de Toledo y Juan de Herrera, principalmente) dejaron su particular huella entre el dórico y el clasicismo que imperan en el gigante de granito: el estilo escurialense que hace particular a este coloso.
Venimos para conocer cómo vivirán los frailes agustinos, orden asentada en el monasterio desde 1885, esta navidad marcada por la omnipresencia del virus. «Realmente no va cambiar nada, nuestras celebraciones de estos días no variarán y los pasaremos en comunidad; tan sólo se verá alterado el aforo de feligreses. Por otra parte, la hora de la misa del gallo de Nochebuena se ha adelantado a las 23h por el toque de queda, y al concierto de los niños del día veintitrés en la Basílica solo podrán asistir doscientas personas», nos comenta el subprior del monasterio, Pedro Alberto Sánchez.
Otrora en estas fechas navideñas, El Escorial era uno de los principales destinos turísticos de la Comunidad de Madrid. El Belén de tamaño real que preside la plaza de España fue un reclamo durante la normalidad. Hoy, estas figuras de cartón piedra parecen ocupar el puesto de los humanos, a semejanza de una secuencia de la posapocalíptica serie de HBO, The Leftovers (2015), cuando los muñecos sustituyeron a los que se fueron, a la gente de carne y hueso.
Con respecto al virus, el propio subprior nos confirmó que dentro del monasterio no hubo ni un solo contagiado. Junto a los frailes conviven treinta y siete niños, los chicos que conforman el coro. En marzo llenaron de pena las oscuras arterias del interior del monasterio con su ausencia. Los religiosos recuerdan con melancolía aquellos meses de encierro sin los chavales. Echaban de menos el ruido juvenil, las carreras hacia el comedor, las voces y los pelotazos. Es un lugar donde el silencio, en ocasiones, pesa y apena. Una tarde del pasado mes de abril, cuando el encierro empezaba a pesar, algunos seminaristas decidieron disputar un partido de fútbol improvisado. Con la mala fortuna de estar a la vista de algunos vecinos del pueblo; la policía se presentó, dio el pitido final y les instó a guardar las distancias. Alegaron amistosamente que eran convivientes dentro del monasterio, y aún así, fue inevitable la entrada a vestuarios.
Intramuros
Nuestra idea de retratar una inédita festividad se convierte en una invariable costumbre, y por tanto –nox atra cava circumvolat umbra– envueltos por las sombra de la piedras de David y Salomón en el patio de reyes nos adentramos para conocer todo acerca de su persistente y atípica realidad.
El Monasterio de El Escorial fue erigido en solo veintiún años, colocándose la última piedra el 13 de septiembre de 1584 a las órdenes del ya primer arquitecto de la obra, Juan de Herrera. En nuestra visita pasamos por el refectorio, presidida por La última cena (siglo XVI) de Juan de Juanes, y encontramos el vino y los platos ya preparados para el almuerzo de los frailes agustinos. Pasamos por las aulas escolares, por la de música, cine y la de juegos recreativos. La visita toma un aire más solemne cuando vemos desde la ventana el patio de los Evangelistas. En la escalera principal a la Basílica, los frescos de Luca Giordano nos obligan a levantar la vista durante unos minutos.
En la sala de estar nos encontramos al Padre prior Isidro de la Viuda que muy amablemente nos cuenta que justo acaba de leer en el ABC donde habla de la reconciliación entre la viuda de Manuel Azaña y los reyes: «un artículo precioso». Manuel Azaña, presidente de la Segunda República, quien estudiara Derecho en el Real Colegio Universitario María Cristina de El Escorial, como bien nos cuenta el padre Isidro. Como conclusión nos desvela: «en la historia hay que estudiar el pasado en función del presente para construir el futuro», y así con el eco de esta afirmación continuamos hacia la biblioteca.
Bordeando el mediodía nos encontramos con el director de la biblioteca, el teólogo e historiador José Luis Del Valle. Su discurso pausado se vuelve emotivo cuando, a ras de suelo, nos topamos con el globo terráqueo de la Escurialense –representante de la teoría de Ptolomeo y construido por Antonio Santucci–. Con el mismo entusiasmo y delicadeza enunció sobre la belleza y el significado de los frescos de la bóveda de cañón: en sus cielos están representadas las siete artes liberales: el Trivium –gramática, dialéctica, retórica– y el Quadrivium –aritmética, geometría música y astrología–. En los frontispicios se encuentran; la Filosofía, como saber adquirido y la Teología; como saber revelado. Su autor, Pellegrino Tibaldi, influenciado por el estilo miguelangelesco, tomó como referencia la Capilla Sixtina.
Despegamos los ojos del techo cuando el director nos comenzó a explicar la genealogía de las joyas que guardan entre sus anaqueles: volúmenes, códices y manuscritos desde el siglo VI; en griego, latín, árabe, hebreo, castellano y otras lenguas modernas. Fue un recorrido secular e ilustrativo por las obras que se pueden ver en los plúteos de la biblioteca. Sin duda una disertación prodigiosa, parecía que no hubiese pregunta concerniente a la biblioteca de El Escorial que no pudiese resolver. Noqueados ante la consciencia del inabarcable saber de aquellos libros con el lomo a la vista (cuestión de conservación), bajamos al patio de Reyes donde los últimos monarcas del reino unido de Israel; David y Salomón, ocupan el centro junto al resto de reyes –Josías, Manasés, Josafat y Ezequías– quienes intervinieron en la construcción del Templo de Jerusalén.
Por la tarde, con la niebla de la mañana aún presente, nos encontramos con el párroco Miguel Gómez, quien, anecdóticamente, nos mostró el pavimento gastado de los aledaños de la basílica como resultado del terreno labrado que pisábamos (cuatro siglos). Tan cultivado que por uno de los pasillos por donde los niños de la escolanía corretean a diario se encuentra la tumba de Antonio Soler (1729-1783), monje de la orden de San Jerónimo, quien fuera uno de los principales compositores para música de teclado —y algún fandango— del siglo XVIII.
Anochece pronto en diciembre, aprieta el frío desde el monte Abantos y El Escorial se prepara para cerrar sus puertas al público. Con el Monasterio vacío y a oscuras, recibimos un último regalo. Acompañados por el párroco Miguel Gómez entramos en la parte superior de la Basílica: el coro de los religiosos nos aguardaba. La gloria pintada al fresco en la bóveda por Luca Cambiaso, comenzó a ser audible cuando se empezaron a escuchar las voces del coro. Tremenda fortuna, inmensa coincidencia. De aquellas jóvenes siluetas emanaba un canto hipnótico difícil de expresar en pocas palabras. Parecía que Juan de Herrera hubiera pensado en cada concavidad de la basílica para servir a las ondas que emitían aquellos descendientes de Orfeo. Abandonamos el recinto mientras en nuestros oídos retumbaba el Noche de Paz recién interpretado por los chicos que ensayaban su concierto del próximo día veintitrés.
La imperturbable navidad de los frailes agustinos en San Lorenzo de El Escorial no estará influenciada en su vida interior por el virus. Mientras los pilares de nuestra sociedad parecen no sostenerse sobre sus bases, intramuros del Monasterio la estabilidad resulta inalterable.