Ernest Hemingway: «El Hotel Florida es el corazón de Madrid»
La lectura dramatizada de Mario Hernández y José Fernández pone punto y final a la “IV Edición del Hotel Florida: un hotel para el periodismo y la literatura”
¡Luces, cámara y acción! Todas las miradas del público – alrededor de 40 personas – se centran en el pequeño escenario del Corte Inglés de Callao, que recrea la habitación de Ernest Hemingway – interpretado por José Fernández – en Idaho. Un hombre con aspecto atolondrado, en tirantes y ataviado con una bata azul marino, entra en escena escopeta en mano. Con rabia y melancolía recuerda su estancia en la habitación 109 del céntrico Hotel Florida en Madrid durante la Guerra Civil Española. Allí vivió el conflicto armado en sus crónicas, describiendo el olor a pólvora, el sonido de las bombas y el ruido de los aviones acechando desde las alturas.
El inicio de la obra, algo accidentado y confuso, provoca el desconcierto. Un micrófono mal conectado sirve de excusa para que el actor repentice y pregunte sobre la seguridad de su escopeta. “A ver si me voy a marcar un Alec Baldwin” bromea con su compañero Mario Hernández, que se acerca a ayudarle. El director de la representación y personaje secundario en poco menos de 40 minutos se convertirá en tres milicianos que acompañarán a Hemingway en su estancia en Madrid, cada uno con sus peculiaridades. Lo que parecía un comienzo humorístico de la representación, no es más que una escena improvisada que empieza a animar al público. “Para hacer teatro de radio no hace falta venir disfrazado” grita Mario, vengándose mientras se aleja del escenario. La realidad y la ficción comienzan a entrelazarse desde el primer momento en la obra, tanto, que llegan hasta a confundirse.
Teatro radiofónico
Esta representación, o como el panfleto cita a los espectadores: ‘Lectura dramatizada’ es también descrita por sus personajes como teatro de radio. La radionovela, un género puramente radiofónico, se popularizó entre los años 20 y 40, pero los protagonistas de la noche llevaron mucho más allá este género, que fusionaron con la lectura dramatizada. Un casi monólogo, sólo interrumpido por el actor multitarea Mario Hernández y por alguna voz grabada que acompañaba al caricaturizado Hemingway en sus memorias; pero que bebía también de elementos del teatro, ya que los actores contaban con un escenario y mobiliario que aprovechar en sus intervenciones. Su indumentaria, aunque sencilla y escasa, les era más que suficiente para interpretar a la perfección a los personajes.
Los sonidos y la música de fondo junto a la pantalla, situada detrás de los actores, conseguían sumergir al público y acercarle a Hemingway y a sus memorias en el Madrid de la Guerra Civil. Voces, disparos, bombardeos, obuses y aviones podían escucharse por toda la sala. La pantalla recreaba los escenarios en los que se encontraba el periodista norteamericano, desde el bar ‘Chicote’ que tanto frecuentaba, hasta el Madrid ruinoso por los enfrentamientos entre sublevados y republicanos que podía observarse desde la habitación del hotel.
Un cartel luminoso ubicado tras el actor se enciende: está ‘en el aire’. La retransmisión empieza y Ernest Hemingway comienza a reflexionar a la vez que suena una máquina de escribir y el actor mueve sus dedos como si la tuviera entre sus manos. Mientras muestra su preocupación por la muerte dice buscar la frase perfecta, una frase eterna, pero que ya “escribió un inglés, de esos que tan mal caen”, maldijo el novelista. Entre divagaciones y pensamientos, recuerda traumas y experiencias: el momento en el que su padre le enseñó a disparar antes de hablar, o aquel trágico día en que decidió utilizar esos mismos conocimientos para acabar con su vida de un tiro. “Cuando era dulce y bueno era el mejor papá del mundo. Otras veces desgarraba la espalda con su cinturón”. Todo ello se lo cuenta a Mary, una de sus mujeres – de las cuales no recuerda muy bien el orden – y con la que fue por última vez al Hotel Florida.
Los bombardeos constantes y los cuerpos mutilados sirven de marco para el escritor estadounidense. “Yo no conté la guerra, conté mi guerra en España. Mentí”. La realidad no interesaba al público estadounidense. España era más feliz de lo que Hemingway retrataba, sus habitantes intentaban seguir su vida, ayudándose como buenos vecinos aguardando a que el infierno acabase. El cansancio del matrimonio y un incentivo de 500 dólares por página publicada hicieron que el novelista viajara a Madrid para informar de la contienda. Asistió a la batalla de la Casa de Campo y cruzó el frente de Guadalajara, repleto de cadáveres que parecían “muñecos rotos”.
El público – de todas las edades, hombres y mujeres – embriagado por la obra, no aparta la vista del actor José Fernández. El interés es tal que no hay distracciones. No se ven móviles encendidos, ni siquiera el sonido de una llamada inesperada. Toda la atención se centra en el dramaturgo. Nadie se mueve, nadie habla, nadie interrumpe; únicamente se escuchan las carcajadas de varios asistentes que no pueden reprimirse.
El fotógrafo Robert Capa, la periodista Gerda Taro o el actor Errol Flynn son algunas de las personalidades a las que recuerda en el céntrico hotel, siempre lleno de vida. A pesar del continuo malestar y la tensión de ser el siguiente en morir, Hemingway afirma haber temido a una única cosa: los chóferes de Madrid. Fueron tres: Tomás, David e Hipólito. El primero de ellos, patriótico hasta la médula, era demasiado cobarde para trabajar en esas circunstancias. David, anarquista y malhablado, era valiente pero no sabía conducir. Tras presenciar la muerte de siete mujeres, volvió a su pueblo. El último, Hipólito, hizo mella en el corazón del periodista. Partidario de la república y con una automática siempre encima, acompañó al escritor hasta que abandonó el país y no aceptó su dinero. “Los demás podían apostar por franco, Mussolini o Hitler, pero yo solo apostaría mi dinero por Hipólito”.
El dúo no necesita más que sus micrófonos para convertirse en los personajes de la España de finales de los 30 y entusiasmar a su público, que sigue sin apartar su mirada y mantiene la concentración en las reflexiones del escritor norteamericano. Lo que parecía una lectura dramatizada seria de un escritor de fama mundial, dio pie a momentos cómicos que arrancaron risas y carcajadas. La actuación de los actores permitió un mayor disfrute de la novela, mucho más que la que puede ofrecer la lectura individual.
Cansado y tras denunciar el asesinato de niños y familias inocentes, se quita la chaqueta y se sienta, abatido. Finalmente, descubre al público la frase eterna que tanto había buscado: “Todas las historias terminan con la muerte. Un hombre solo puede morir una vez, y el que muere este año se libra el siguiente. Era bueno ese cabrón de Shakespeare”. Tras sentarse en el único butacón de su habitación, coge la escopeta, y dispara.
Con esto, un rococó ‘The End’ puede verse proyectado en la pantalla, detrás del ya exánime Ernest Hemingway. Sin permitir que las luces se enciendan de nuevo para alumbrar la sala, el público rompe el silencio con una eterna ovación. El aplauso dura un par de minutos, quizá más. No había valiente que intentara acabar con la aclamación. Las caras del público reflejaban júbilo y satisfacción. “Me ha encantado”, se escucha entre los asistentes. Afloran rápidamente las conversaciones post-obra, alabando la actuación y rememorando los mejores momentos a lo largo de esa escasa pero intensa hora. Al cabo de dos minutos salen los actores y entran en las conversaciones del público. “¡Cuánto tiempo! ¿Nos vamos a tomar una cerveza?”, pregunta Mario a una vieja amiga. Sus compañeros salen del público felicitando a ambos artistas por su brillante actuación. Antes de irse ‘a tomar algo’, ellos mismos son los que recogen el escenario.
Añoranza, miedo, y furia se suman al humor en esta montaña rusa de emociones que tanto José Fernández como Mario Hernández ofrecieron a los espectadores. Una mezcla de intensas sensaciones que trasladaron al público a un Madrid de miedo, incertidumbre y tristeza, pero también de unión y de fuerza.
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