Crónica de una molestia inútil
Estaba molesta con él. Ya no me acuerdo porqué. El miércoles 15 de marzo me llevó en el coche hasta Atocha, paramos antes en un cajero para sacar dinero. En la estación no nos despedimos. Creo que dijo «te quiero». Yo dije «ajá», sin darme la vuelta. Una mochila en la espalda, un bolso de mano y una carpeta con el pasaje.
Dos, tres escaleras mecánicas, de esas que dan dolor de cabeza. Se me enredaban todas las bolsas mientras trataba de pasar el control de equipajes de maletas. El encargado me atosigaba con la mirada, y dejé pasar a la gente que estaba detrás de mí, hasta que conseguí soltar todo el equipaje sobre la cinta transportadora. El centro de la estación estaba vacío. Ni rastro de compañeros. Preferí buscar mi asiento: coche seis, 16 B. El vagón olía como todos los trenes, como a sala de cine rancia. Ese olor que supone que la tapicería no la han vuelto a limpiar bien desde que estrenaron el tren. Un montón de gente, un montón de olores. El viaje pasó rápido, con varias partidas de un juego de cartas que me enseñaron mis compañeros de la mesa.
Él insistía enviando mensajes que yo ignoraba. Llegamos al hotel, que parecía menos cutre y desgastado que en las fotos. Reunión de edición hasta las tres de la mañana. A las 9:30 ya estábamos con el desayuno. Caminamos hasta la sede del congreso. Hacía calor y el pueblo olía a basura. No es muy buena esa combinación y menos por la mañana. Dentro del auditorio se escuchaban las teclas de los ordenadores a toda velocidad mientras hablaban los expertos sobre la tarima. Nosotros corriendo, tomando notas, entrevistando. Yo con la cámara mal balanceada al cuello. Cinco nos quedamos pasadas las ocho en el auditorio, cuando todos los demás se habían ido. Nos echaron cuando apagaron las luces. Seguí trabajando hasta las 21:30 mientras otros también trabajaban o se arreglaban para la cena. Algunas llegamos tarde y tuvimos que sentarnos a una mesa con desconocidos. La cena, bien. Luego copas, y más copas. Otras cuatro jugamos fútbol con botellines de plástico con gente de una editorial, lanzamos zapatos contra un cartel, nos subimos a unas rejas (una se lesionó) y volvimos al hotel pasadas las 6:00 de la mañana.
Él me escribió un mensaje y le contesté con frialdad. Seguía molesta, y no me acordaba de la razón. A las 10:30 comenzaba el último día. Más ordenadores, charlas, apuros, premios, aplausos y fotografías de grupo. Al llegar al sitio del almuerzo, me llamó.
—Han ingresado de urgencia en el hospital a mis abuelos. He pasado una noche fatal, pero no te quería molestar.
El sentimiento de culpa apareció mientras le escuchaba por teléfono. Dentro del comedor se alborotaban las risas. Yo le oía a él cansado, preocupado y triste. Yo estaba cansada por otros motivos. El malestar ya no era con él sino conmigo. Volví el viernes a mi casa prestada, que estaba fría y olía a cerrado, un olor que no es mío, ya venía con la casa. Sólo se me quitó el malestar al verlo el domingo. Una tontería. Todavía no me acuerdo por qué me molesté.