Rey de espadas
El trovador cantaba en mitad de la sala, a la vez que interpretaba una suave melodía con su arpa. El Rey escuchaba atentamente mientras acariciaba a su gato, que dormía sobre sus piernas. Los allí presentes escuchaban la pieza temerosos; conocían el ímpetu del nuevo rey y su afán por coleccionar cabezas ensartadas en las lanzas que asomaban por los muros del castillo. La canción llegaba a su fin y el miedo comenzaba a apoderarse de la garganta del juglar, su voz temblaba, y concluyó su interpretación con un suave arpegio. El silencio se hizo con la habitación y todos los ojos se clavaron sobre el trono de oro. Tras unos minutos que parecieron años, el rey cogió al minino entre sus brazos, se incorporó, y sin atisbar una sola palabra, se acercó hasta el músico. Sujetó su cabeza con contundencia y la colocó sobre la mesa de madera que adornaba la estancia, a la vez que agarraba la espada de su guardia más cercano. Le exigió que sacara la lengua, sin titubear se la contó de un tajo limpio y lanzó la espada ensangrentada al suelo.
—Que le corten la cabeza y la claven en la misma lanza donde está la de su padre.
Volvió tranquilo hasta su trono mientras acariciaba el lomo de su mascota.