Ventilla

Lecciones desde la cueva

Ángeles en su botica ecológica relata qué sintió al visitar a su hija. Foto: I. M. Búa

Inés es una joven madrileña a quien su madre le había dado todo, pero con 19 años se fue de su casa  y llegó a un extremo de la península: Nerja (Málaga). Empezó a vivir en una cueva de cuatros metros cuadrados al lado del mar. Acompañada por su anterior pareja, un joven checo al que conoció en la playa de Maro. Se sintió feliz. Comenzó un nuevo estilo de vida: el de supervivencia.

Su madre, Ángeles, farmacéutica, se levanta cada día a las ocho de la mañana para ir a trabajar a su tienda de productos ecológicos, situada en la esquina de la Pasaje de la Remonta. Tiene dos empleadas, pero siempre es la última en salir. Dedica los fines de semana a ordenar decenas de facturas. No le gusta la informática ni sabe lo que es Facebook ni Twitter.

Es curioso verla trabajar.  Como la mayoría de las mujeres es capaz de hacer varias cosas a la vez. Puede estar pensando en Marte y vender a tres clientes al mismo tiempo. Su sonrisa innata no se le cae de la boca. Es su mejor marketing, pero pocos se han parado a preguntar qué  se esconde tras ella. Pocos son los que imaginan que hace tres años —junio del 2009— la persona que Ángeles más quería en el mundo, su hija Inés, se fue un buen día de casa para irse a vivir a una cueva en la malagueña playa de Maro, sin calefacción, ni baño, ni comida, ni cama.

Al igual que todas las madres, se enteró de lo que había hecho su hija cuando ya llevaba tres semanas viviendo en la gruta. Inés viajó a Málaga en un principio para encontrarse con su tía, quien le iba a ayudar a encontrar un trabajo de voluntaria en una ONG cerca a orillas del río Gambia, en el oeste de África. El proyecto no salió adelante, pero tenía claro que no volvería a la capital con las manos vacías. Huía de una ciudad en la que no creía, desigual e injusta, que presionaba a las jóvenes con la imagen, con imitar las escuálidas siluetas de las modelos, portadas de revista.

La farmacéutica inculcó los valores del trabajo a su hija
La farmacéutica inculcó los valores del trabajo a su hija

Ángeles llega a su apartamento de dos habitaciones, en la Calle Álvarez del barrio de la Ventilla, después de una dura jornada laboral. Le gusta prepararse un Cola Cao caliente y sentarse en una silla blanca desplegable, en la esquina de su cocina. Sostiene la taza con sus manos mientras bebe la leche a sorbos. Mira al frente. Piensa en Inés, en la primera vez que fue a verla a la cueva. Comienza a relatar.

«Tardé casi un mes en verla. Al principio creía que se trataba de un arrebato loco, juvenil. Cuando la vi, no salía de mi asombro», dice Ángeles. La gruta está situada en la carretera que desciende desde la localidad de Nerja hasta Maro. Para llegar hasta ella hay que recorrer un kilómetro a lo largo de un camino de cabras. Está rodeada por dos habitáculos de hormigón sin tejado con dos agujeros que hacen de ventanas, abiertos a mano por sus inquilinos. La cueva está inclinada, con forma de buhardilla. «Inés y su novio taparon la entrada con tallos de cañas atados por cuerdas», continúa Ángeles. «Dormían en un colchón que encontraron en la basura. Comían restos de comida que el supermercado del pueblo tiraba. Todos los días buscaban palos, trozos de madera, para prender fuego y calentar los alimentos en una sartén sin asa. Se bañaban en la playa». Vuelve a dar un sorbo a su Cola Cao, ya templado, mientras recuerda.

«Le di todo»

«Como madre pensé en qué había fallado. Le había dado todo: veranos en Reino Unido y en Estados Unidos para que aprendiera inglés, todos los caprichos que me pedía: ropa, joyas. Tenía un trabajo en mi tienda por el que le pagaba 10 euros la hora», dice Ángeles, perpleja. No se explica por qué su hija, quien no tiene necesidades, va a pasar necesidad.

No fue la cueva, ni la forma de vida, lo que más le sorprendió. Fue la vez que vio a su hija más feliz. La joven, alejada de las prisas urbanitas, de las preocupaciones por su imagen y los problemas matrimoniales de sus padres, se pasaba el día en la cueva, tocando la guitarra, haciendo artesanía con el cuero, y conversando con su novio. Estaba enamorada de una vida contra el consumo, que el resto del mundo –quizá por falta de conocimiento o porque nunca la habían vivido– califica como indigente.

El Cola Cao está ya casi frío. Ángeles comenta que su hija es una idealista. Antes de empezar su vida ermitaña trabajó durante seis meses como dependienta en una tienda de una prestigiosa firma de joyas. No le gustó el mundo que vivió. Su madre le enseñó el cuento de la Bella y la Bestia (la belleza no está en el exterior, sino en el interior), pero nunca se imaginó que su hija se lo devolvería corregido y ampliado. A veces, las hijas dan lecciones a sus madres. Lecciones desde la cueva.  A veces las madres intentan enseñar el camino que consideran correcto a sus hijas, sin darse cuenta que no hay una sola forma de vida, sino una multitud.

Volver a intentarlo

La gruta en la que Inés se alejó de la civilización no estaba deshabitada, sino que en ella vivía un hippy que volvió en diciembre del 2009. Después de seis meses en la playa de Maro volvió a Madrid y comenzó un curso de animación socio cultural. Estuvo dos años adaptándose a la vida de la que antes huyó. No duró mucho. En junio del 2012 emprendió un nuevo viaje con un grupo de amigos con destino a la Sierra de Mariola, un parque natural valenciano. Ahora vive en la antigua casa de los empleados de un cortijo. Una infraestructura compuesta por una habitación con unos elementos mínimos como cocina de carbón, sofá, chimenea… Usan una manguera para lavarse por las mañanas y cortan leña con un serrucho para calentarse del frío invernal.

Ángeles trabaja mientras Inés recoge cerezas a 30 céntimos el kilo

Su idea es vivir fuera del sistema, sin ataduras de trabajo, ni de impuestos, ni contratos. Quiere viajar por el mundo autogestionándose, trabajando en el campo, comiendo de lo que da la tierra y sin consumir. No tiene ordenador, sólo un móvil desgastado con el que llama a su madre varias veces a la semana (para telefonearla tiene que desplazarse a una zona donde tenga cobertura). Ella y sus amigos trabajan recogiendo cerezas a 30 céntimos el kilo para un rumano. Un trabajo esclavo, mal pagado y sin asegurar.

Ángeles pierde su sonrisa alguna noche. Cuando piensa en cómo dormirá su hija en una vivienda precaria y sin calefacción: «Hay cosas que prefiero no pensarlas». Admira su fuerza de voluntad, pero le parece una incongruencia que quiera vivir alejada del sistema y que consienta ser explotada por un rumano en su trabajo. «A veces se pasaba el día bajando la espalda para recoger la fruta y su jefe le tiraba casi un cuarto de su recolección porque no llegaban al calibre que pedía la cooperativa». Su madre piensa que nadie puede escapar del sistema: «En algún momento todos necesitamos ir a un hospital porque nos ponemos enfermos. Necesitamos alguien que nos cuide cuando envejecemos, y eso se paga con los impuestos de todos los trabajadores», dice.

Su hija vendrá en Navidades a Madrid. No sabe cuánto tiempo aguantará. Intenta entender su forma de vida, pero le cuesta. Quiere enseñarle un modelo que considera el correcto, pero Inés le plantea un constante reto: lo que le enseña no le vale.

No todas las vidas están destinadas a pasar por una línea monótona de colegio, universidad, pareja, boda, hipoteca, casa, perro e hijos. ¿Quién ha dicho que es la única manera de vivir? No existe un modelo de vida normal, único y válido, sino que cada uno tiene la vida que ha decidido vivir, tal como afirma Antonio Aguilar, un blogger viajero quien ha realizardo la ruta Sevilla-Dakar y Sevilla-Tombuctú en autostop, y cruzado una parte del Himalaya en solitario.

La taza de Cola Cao ya está vacía. Le pregunto a Ángeles qué es lo primero que va a hacer cuando vea a su hija Inés. Mira al frente. Se le caen las lágrimas. «Abrazarla, besarla y darle de comer», responde. Una respuesta que darían todas las madres. Por muy pintoresca que parezca no deja de ser una historia de una madre que echa de menos a su hija.

Pocos saben que bajo la sonrisa de Ángeles se esconde una gran historia. Foto: I. M. B.

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