El ingeniero que volvió de Alemania
Alberto es un ingeniero de telecomunicaciones. Vive en Santa María de la Cabeza, una avenida madrileña muy transitada, en la que muchos de los vecinos no se conocen. Está cerca de la estación de Atocha. Tiene calculado cuanto tiempo tarda en salir de la puerta de su casa hasta la multinacional de telecomunicaciones en la que trabaja, en Torrejón.
—Me lleva 45 minutos. Diez en llegar hasta Atocha, veinticinco hasta la parada de Torrejón, cinco minutos en llegar a la puerta de la empresa, dos en coger el ascensor y sentarme en la silla, tres minutos de margen por lo que pueda pasar—, mientras habla, teclea en su Blackberry negra de empresa. Levanta la vista de manera intermitente al cerrar cada frase.
Cuando sale de casa consulta la ruta en Google Maps. Mide el tiempo y la distancia. Así funciona su cabeza, siempre está haciendo cuentas. Suele vestir con abrigo negro, combinado con unos vaqueros informales y zapatillas de deporte. Cuando no tiene reuniones con sus clientes franceses, ni viajes de empresa a Praga. Tiene 27 años. Cobra 2.000 euros mensuales. Habla tres idiomas: alemán, inglés y francés. Ha viajado mucho. Es alto, espalda triangular, ojos marrones, mandíbula marcada.
Vive en un piso compartido con tres chicas. Está impoluto, ordenado, pero no es acogedor. Cada uno lava la ropa por separado, tiene su propio aceite para cocinar. No suelen comer juntos en la mesa de su comedor, la cual está llena de macetas de tierra seca con plantas muertas, de su última compañera de piso, y también amiga.
Alberto llega a su casa a las diez, u once de la noche. Después de catorce horas de trabajo. Abre su nevera. No tiene muchos alimentos, pero sí piña en almíbar y tomate. Se prepara una ensalada de tomate y una sopa de sobre. Utiliza dos cuencos. Se pone su pijama de cuadros. Enciende su Ipad para cocinar. Le gusta ver el programa Ghandia Shore, un reality en el que ocho jóvenes documentan cómo se relacionan viviendo juntos en una mansión de Gandía. Lleva los cuencos al sofá blanco de su salón. Entra cojeando. «Me hice un esguince jugando al fútbol». Puede pedir una baja pero prefiere seguir trabajando, no le gusta delegar.
En el salón hay un tendedero del que cuelga ropa ya seca de chándal y sudaderas de color azul clarito y verde fosforito. Un peluche de una serpiente con ojos saltones de color amarillo chillón en un segundo sofá rojo. Alberto sigue mandando mensajes desde su teléfono. Recuerda su experiencia cuando estuvo trabajando en una empresa alemana en Munich. Explica por qué volvió a España.
Una noche en la cárcel
—Pasé una noche en la sala de espera del calabozo de la comisaría en plaza principal de Munich (Marienplatz). Fue en Semana Santa del 2007, cuando estaba trabajando en una empresa de ingeniería alemana. Dos amigos de España me vinieron a visitar—. Él vivía en un colegio alemán para españoles (Spanish College), en el 33 Dachauer Strasse. Un día hicieron una fiesta en el sótano (Keller en alemán), un lugar que los alemanes usaban como un trastero y los españoles como un punto de reunión. Uno de los compañeros les ofreció una botella de ron a cambio de coger un sofá rojo que estaba en la parada de metro de Marienplatz. En Munich el ron estaba muy cotizado, —una botella cuesta 30 euros, así que accedimos—.
La broma les costó una noche en el calabozo a sus dos amigos y una multa de seiscientos euros cada uno. Cuando los detuvieron, los policías bávaros les dijeron que si les daban quinientos euros se podían ir a casa. Pero estaban borrachos y decidieron no aceptar el soborno y pasar una noche en comisaría con un grupo de rumanos que jugaban al cuatro en raya. Esa noche Alberto durmió en la sala de espera. Él no fue detenido. Era el único que hablaba alemán.
—La vida en Munich no es tan fácil como se ve en los programas de televisión—. El ingeniero recuerda lo mal que lo pasó para encontrar una casa en Munich, una ciudad en la que hay que pasar entrevistas para que te acepten en un piso, como si fuera un trabajo.
En los apartamentos no hay salones, cada inquilino come encerrado en su cuarto, a las cuatro de la tarde es de noche y en el invierno la nieve puede llegar a la altura de la rodilla. Munich, famosa por las jarras de rubia cebada en la Hofbräuhaus, la cervecería donde Hitler planeó el golpe de estado en los años 20 y uno de los pocos lugares de la ciudad bávara en el que se pueden ver insignias nazis pintadas en el techo, le ofrecía una vida acomodada que no quería tener, por eso decidió volver a España.
—Alemania es un país elitista—, dice. Las empresas te dan un contrato si estás muy preparado y tienes años de experiencia, pero es difícil conseguir un empleo como camarero, u otro oficio, si no se tienen idiomas.
Jóvenes de 25 a 35 años, cualificados y sin cargas familiares. Son el «nuevo emigrante español» en la Alemania del siglo XXI. Los ingenieros españoles tienen mucha preparación teórica. Encajan en el perfil demandado. Alberto comenta que a él no le resultó difícil encontrar empleo en España, y que si se trabaja de manera eficiente y con cualificación, se puede trabajar en Madrid, Munich o Tokio. Recomienda viajar como experiencia pero sabiendo que la realidad no es como en los programas de viajes.
Suena el timbre. Es su antigua compañera de piso. No viene a recoger las plantas muertas. Viene a visitarle, pese a que es de noche. Le trae la compra porque su esguince le impide moverse. El tipo de detalles que Alberto no tenía en Alemania.