Juan Manuel de Prada, las lágrimas del héroe
Puntual como el camión de los periódicos o como el primer café de la tarde, elegante como para recibir un premio literario, Juan Manuel de Prada asomó a las cuatro y cuarto por la puerta del segundo piso de la sede central de ABC, bien dispuesto a compartir su tiempo y su pensamiento con nosotros.
Le presentó Antonio Astorga, periodista cultural de ABC, como lo que es: un «tsunami literario», un superdotado de las letras que a los tres años ya sabía leer y escribir perfectamente (por la gracia de su abuelo); un lector voraz y omnívoro (porque el escritor se alimenta de literatura), que acarrea bajo el brazo, como la bolsa de la merienda, su último bocado: El sentido del pasado, del «inapetente sexual» de Henry James.
El Oso de Vizcaya (si Fraga era el Oso de Villalba, a ver por qué De Prada no iba a ser el de Vizcaya) manifiesta su timidez pidiendo paso casi inmediato al turno de preguntas. Él ha venido aquí a hablar de lo que queramos hablar. Pero aun así ensaya una presentación, enrolándose en la última generación de «dinosaurios» que pensaban que podían vivir de la escritura. Una actitud que en el mundo hacia el que marchamos se convertirá en signo de perseguidores de quimeras.
De Prada, alumbrado en 1970, desde niño quiso ser escritor y vivir profesionalmente de la escritura. A los 24 años parió su primer libro, Coños (con perdón), un homenaje a los Senos clasificados y poetizados por uno de sus «setenta» padres literarios, el greguerizador Ramón Gómez de la Serna. Este opúsculo dedicado a las puertas de la vida tuvo la suerte de caer en manos de Luis María Ansón, a la sazón director de ABC. Tan gratificado quedó con su lectura que llamó a De Prada a colaborar de forma regular en su periódico.
Acoplarse a ABC no le supuso mayor esfuerzo, porque creció leyéndolo o devorándolo, es decir, que desde crío hasta hoy se ha nutrido de las letras de ABC. Esta filiación se remonta a la época en que buceaba por la biblioteca pública de Zamora de la mano de su abuelo. El diario de las tres primeras letras era (y sigue siendo, pero menos) el que más se asemejaba a ese juguete insuperable: un libro. Por su formato, por su diseño y por su cuidada expresión literaria.
Recuerdos fue ese artículo mágico inaugural, equivalente al primer beso de una pareja enamorada. Juan Manuel desgranaba la memoria de su relación vital con el diario monárquico, que quedaba oficializada mediante ese sello que se ha mantenido indeledeble durante ya diecisiete años. El columnista pregona que ABC sigue siendo el periódico mejor escrito y que mejor conserva el periodismo literario, su genuino «pundonor». Ahí están Ruiz Quintano, Martín Ferrand, Ignacio Camacho, Manuel Alcántara (éste en Vocento)… De Prada se expresa cruzando y descruzando los brazos, como si abrazara las esquinas del aire, y a menudo sus ojos se iluminan como fijos en un espacio clareado de su imaginación.
A los 26 años conquistó el Planeta con La Tempestad, un hito que cambió su vida. Hasta esa fecha su éxito sexual se medía «en nanogramos», pero de la noche a la mañana comprobó con asombro «cómo ligaba todos los días con muchachas de las diferentes localidades españolas». El éxito, compañero peligroso, tan traidor como el fracaso según Kipling, no le amedrentó. Influido por las enseñanzas de su abuelo, mantuvo siempre las distancias con él. La Tempestad y el Planeta le permitieron acometer su sueño de comprarse una vivienda.
Al bueno de Juan Manuel de Prada se le ha considerado a veces un «viejo prematuro» (lo que hoy se llamaría un reviejo), pero él opina que el concepto de juventud es relativo. Hace mil años, sin ir más lejos, las personas se casaban con trece y a los catorce ya estaba transmitiendo vida. Entre otros desórdenes de la naturaleza, la juventud se ha desligado del hecho biológico. De Prada, sin embargo, habla despacio, como si tuviera toda la vida por delante, lo cual desmiente su supuesta condición de senectud prematura.
Internet, un mal
Dicho lo cual entramos en el proceloso mundo virtual de internet. De Prada actualmente lee El desengaño de Internet, título que es un indicador de su rotunda posición al respecto. El pensador apuesta por abrir una reflexión sincera sobre la realidad internáutica (gracias a la cual usted, amable lector, me está leyendo), que arranca con este planteamiento: «Una de cada dos páginas que se visita en Internet es de pornografía». De lo que deduce: «La principal utilidad de internet es hacerse pajas». Explicado de otra forma, «internet abrevia y reduce el proceso de las decisiones morales». ¿Quién no consumaría muchos males si pudiera procurárselos con el simple pulsado de un botón (y con garantía de anonimato)? Ésa es la cuestión.
De Prada, enemistado contra internet, es implacable y no negocia. «Es la muerte de todo», afirmó hace pocos días en una entrevista para ABC. Sostiene que, bajo la máscara de la libertad omnímoda, es un intrumento más de la nueva tiranía, el desagüe de nuestras excreciones emocionales y el espejo de nuestra impotencia y frustración. Mientras, nos mantiene embobados con esa «fascinación masturbatoria» con que el hombre idolatra el objeto de su creación. Juan Manuel no pierde «ni un minuto en internet», porque lo ve sustitutivo de la vida («si te esmeras en cultivar tu relación con tus 5.000 amigos falsos, descuidas a tus cinco amigos verdaderos»), y un escritor, ante todo, debe vivir mucho (sobre todo, interiormente; por ejemplo, Proust tuvo una «vida bastante gilipollesca» en lo social y, sin embargo, ahí está).
Generación aplastada
Juan Manuel no habla de generación perdida, sino de generación aplastada, pisoteada y animalizada por quienes manejan los hilos del poder. Denuncia que existe un tapón como el que nunca ha obstruido la edad de la creatividad y el bullicio. Por otra parte, los libros de texto al uso parecen diseñados para infantilizar las mentes, ergo, eliminar el raciocinio.
Todo esto, sigue De Prada, contamina la literatura, el pensamiento y el arte, enfermos de banalización. La búsqueda de conocimiento, belleza y verdad ha sido arrumbada en el trastero en aras del afán de entretenimiento (o combate al aburrimiento, el horror al vacío). Así, el arte acaba denigrado a puro ornato, y la literatura aspira a la trepidación, o sea, el enganchamiento. Se rebaja la confianza en la capacidad del hombre para desarrollar grandes sistemas de pensamiento (acaso porque muchos grandes sistemas de pensamiento del pasado han nacido equivocados, se desconfía de la razón).
La decadencia del arte halla causa en la disolución de las jerarquías. Otrora el arte fue siempre imitativo: el discípulo se afanaba, en los mejores casos, a realizar aportaciones sobre el listón colocado por el maestro. El romanticismo encumbró la originalidad, credo que Juan Manuel no profesa. Él se adhiere a la doctrina del robo con asesinato. Es decir, el plagio es permisible «si se utiliza provechosamente, creando una nueva forma expresiva que sobrepuje la anterior, haciéndola olvidar o siquiera poniéndose a su misma altura» (Sainte-Beuve).
Juan Manuel se despide amablemente, como si le hubiéramos honrado con nuestra visita. Casi olvida su ejemplar de El sentido del pasado, acaso porque ya no le interesa averiguar ese sentido. Nos deja su huella de humor, su sonrisa, su exuberante humanidad, y cruza la misma puerta por la que apareció en nuestras vidas. Dan ganas de terminar con una frase (remedada e incierta) de sus favoritas, de las que siempre repite, como una liturgia insomne. La originaria es pronunciada por un replicante de Blade Runner: «…Y todos estos momentos se perderán… como lágrimas en la nieve».
Es el más grande escritor desde Dante y Cervantes. Un saludo.