Hace nueve años me salvaron la vida
La tarde era radiante. El invierno había sido largo, gélido y triste, pero por fin, hacía buen tiempo. El sol y el calor invitaban a salir, y yo me moría de ganas de huir por un rato de mi casa, donde mi madre llevaba varios días insoportablemente afligida. Tenía motivos: había perdido a un buen amigo a bordo de uno de los trenes de Cercanías arrasados por diez mochilas bomba dos semanas antes. Iba a bajarse en Atocha, pero su viaje terminó quinientos metros antes, a la altura de la calle Téllez. Estaba tan cerca de una de las mochilas que tardaron cuatro días en identificar lo poco que quedó de él.
Necesitaba animarme. Llamé a Moncho, y luego al Mono, amigos del barrio. Éramos tres chicos de catorce años con una tarde de sábado solo para nosotros. Alguien propuso ir a Parquesur, el centro comercial. Leganés, la ciudad dormitorio al sur de Madrid donde vivíamos, no era precisamente Las Vegas en cuanto a oferta de ocio, así que la idea no nos pareció del todo mala. Comprobé mi cartera: me quedaba lo suficiente de mi paga semanal para echar un par de partidas en la bolera, o para que Moncho me humillara cuatro o cinco veces en uno de los flamantes futbolines de los recreativos New Park. Genial, pensé.
Estábamos a punto de llegar a Parquesur cuando una docena de furgones azules y con la bandera rojigualda en los costados irrumpieron a toda velocidad por un extremo de la calle. Sobre nuestras cabezas tronaba un helicóptero, tan cerca que podía leerse nítidamente la palabra “Policía” rotulada en el piso y en los costados. «Parece el jodido Counter Strike», dijo el Mono.
Los bolos y el futbolín tendrían que esperar: algo así no se veía todos los días. Los furgones desaparecieron uno tras otro en pocos segundos, tragados por un pequeño túnel que salvaba las vías del tren, pero si mirábamos al norte aún podíamos ver el helicóptero sobrevolando algo en círculos a menos de un kilómetro. Pronto se le unió otro. Empezamos a fantasear sobre lo que estaría pasando: «Seguro que están practicando». «Te apuesto algo a que tiene que ver con los atentados».
Comenzó a anochecer. Los helicópteros seguían en el aire, pero se hacía tarde. «Tengo que irme», dije. Pensaba en mi madre. Los demás me acompañaron al metro, a la recién inaugurada Línea 12, todavía haciendo cábalas sobre lo que estaría sucediendo. Seguimos discutiendo durante el breve trayecto. A nuestro alrededor, plástico brillante y caras largas: en los vagones impolutos la gente se miraba desconfiada. Pasarían meses, quizás años, antes de que volvieran a sentirse seguros en el transporte público.
Cuando llegué a mi casa, mi madre estaba de pie frente al televisor. Era la misma postura en la que se había pasado la tarde y la noche del 11 de marzo, devorando las imágenes de personas y vagones reventados. «Joder. Otra vez no», pensé. Corrió hacia mí y me abrazó: «¿Te has enterado? Ha habido otro atentado aquí, en Leganés». Le contesté que no había oído nada, aunque por lo que veía en la televisión había sido muy cerca del parque donde había pasado la tarde. «Debió de explotar cuando ya estaba en el metro».
Me senté con mi padre y con ella. Todas las cadenas escupían las mismas imágenes: una nube de polvo, un bloque de edificios arrasado, gente corriendo y policías con ametralladoras. Mi padre, policía nacional, no perdía de vista el teléfono. «Ha muerto uno de los GEO que cercaban el piso», explicaba la locutora con voz nerviosa. Nos miramos consternados. Ninguno de los tres dijo nada.
Días más tarde, a la vuelta del instituto, puse las noticias. «Los suicidas planeaban huir a un centro comercial cercano con chalecos explosivos y volarlo cuando se acercara la Policía», decía la presentadora. Esta vez, el tono era neutro, pausado. «La rápida actuación de las fuerzas de seguridad y, en especial, del fallecido subinspector Francisco Javier Torronteras, impidió a los terroristas salir de su piso de Leganés para cometer un nuevo atentado que a buen seguro habría ocasionado cientos de víctimas». Apagué el televisor.