Con ocho basta
Moscú, 1963. La carrera espacial avanzaba imparable hasta la Luna cuando ocho astronautas caminaban hacia la lanzadera. La misión, orquestada por el comandante Sannikov, siempre dispuesto a surcar el espacio, tenía objetivos tan ambiciosos que desafiaban al sentido común. Aunque su último viaje por poco termina en tragedia, la tripulación embarcó en la nave Tissenof, la joya de la ingeniería soviética.
De repente, un ruido.
—¡¡¡Ghhhhhghjkkk!!! —Y al final, un golpe seco.
Luces rojas, atacantes intergalácticos, estrellas fugaces, meteoritos, quién sabe. La Tissenof se había quedado encallada en la lanzadera porque uno de estos héroes de la patria roja había hecho mal el cálculo estratégico.
«No pasa nada», resolvió el experimentado capitán Khorkov, alto mando de la nave. «En mis viajes anteriores he tenido este mismo problema: meta la mano entre esas dos palancas y haga fuerza, verá qué rápido se soluciona este trago». Ávido por salvar vidas y presumir de historias, el apuesto tripulante Volodin accionó las palancas tan confiado que por poco infarta al ver un muro de metacrilato donde todos esperaban una salida.
—Joder.
Volodin no había conseguido accionar el mecanismo de rescate de la nave, pero todos admitieron que su exabrupto resumía bien el sentir de la tripulación.
«¡Otra vez no!», había exclamado Kalinin cuando saltó la emergencia: aquellos ojos vidriosos ya se habían visto en centenas de incidentes similares. Hay una fina línea entre fatalidad y provocación que Kalinin veía superada, un reflejo de la tenaz lucha del hombre por superar los tropiezos con los que el destino apremia. «Es que somos gilipollas», lo sintetizaba él.
Sannikov, que había convencido a Kalinin para formar en la tripulación, se sentía un poco culpable. («En realidad yo no me sentía nada culpable», confesó años después.) Mukhov, Kalinina y Pashkin observaban atónitos a Silayev, que devoraba impasible un envase de líquido nutritivo para astronautas.
—No sé qué miráis —espetó Silayev a carrillos llenos.
Por fin consiguieron comunicar con la estación-base.
—¿Dónde dicen que están?
—¡En la lanzadera 7, cojones!
—¿Seis?
—¡¡Siete!! ¡¡¡Si-e-te!!!
—¿Seis?
—… Siete. Siete —a Volodin se le desencrespó un rizo de la tensión.
—¿Tienen algún número de teléfono móvil?
—Estamos en una nave espacial de la Unión Soviética en el año 1963. ¿Usted qué cree?
Poco después, la puerta empezó a sonar como si alguien estuviese hurgando en ella. «¡Identifíquese!», gritó Khorkov. «Pero, jefe, viene a salvarnos, ¿qué más da?», dijo Kalinin. Khorkov tenía cara como de querer darle la razón. «Yo qué sé, lo mismo es un paisano», apuró a decir.
Siguieron hurgando hasta que la puerta se abrió. Los operarios de Yeleknof, la empresa de asistencia soviética, rescataron uno por uno a los tripulantes de la Tissenof. «Dejad de tocarnos los cojones, hombre, que nos vais a buscar un problema».
Al menos salieron ilesos sin tener que ponerse a hablar del tiempo.