Tierra Prometida
Desde lo alto miraba la inmensidad del páramo. No había nada, no quedaba nada. «¿Qué puedo hacer ahora? ¿Por qué creí que aquí encontraría la «Tierra Prometida» que leí en aquel gastado papel?», se repetía una y otra vez chillando a la inmensidad del desierto.
Con la única compañía de una roída mochila en la que guardaba lo poco de valor que había ido recogiendo a lo largo viaje, 377 observaba abatido lo que sin duda significaba el fin de su camino. Las historias que habían ido pasando de generación en generación sobre lo que los antiguos llamaban Navidad le habían obsesionado desde que se la oyera a aquel anciano. El viejo, en su delirio de una senectud agonizante, hablaba de familias que se reunían en casas. De que se repartían regalos. De que sobre la mesa siempre había comida abundante. ¡Tenían carne!, solía chillar ante la indiferencia de la comunidad. Las madres se llevaban a sus hijos cuando comenzaba a hablar, los jóvenes se reían de él. Hasta las autoridades le dejaban hablar en mitad de la plaza; nadie le hacía caso. No era más que un loco contando historias de loco. Sólo 377 observaba desde la distancia los gestos y aspavientos del hombre. Sudaba, gritaba, se excitaba repitiendo siempre el mismo relato. 377 quedaba hipnotizado ante aquellos gestos histéricos, ante aquella historia que ya no podría olvidar. Desde que la humanidad colapsara y el cambio climático expulsara a los hombres hacia el Ártico —el único sitio donde la subida de las temperaturas y el deshielo permitía ahora la existencia de vida— 377 había soñado con descubrir la realidad de esa leyenda de lo que llamaban Navidad.
La historia común de los hombres había desaparecido. Las tradiciones se olvidaron. Todos los esfuerzos se destinaron para sobrevivir. De eso hacía ya más de 300 años. Entre medias, una vuelta al origen de los tiempos: se tuvieron que organizar en pequeñas comunidades para escribir un nuevo futuro, su futuro. Al principio de la Reorganización, como la habían llamado, pervivía el recuerdo de la tecnología Los abuelos de jóvenes como 377 habían oído hablar de cosas como internet, móviles, microondas, pero nadie sabía cómo fabricar uno de esos. Ni siquiera sabían canalizar el agua. Por eso prefirieron olvidar y empezar de cero. El conocimiento más valorado aquel año 2377, la fecha del colapso y del nacimiento de 377, era saber encender y conservar un fuego. Las religiones también habían desaparecido. A nadie le interesaba ya ese dios que había dado la libertad al ser humano para autodestruirse. Muchos profetas nuevos aparecieron, pero rápido cayeron en desgracia, bien porque los líderes les hicieron callar o bien porque la gente se había vuelto demasiado pragmática para pensar en lo que no veían. Consecuencias de unos cerebros fritos después de 300 años usando el ahora antiguo internet.
Y allí estaba 377. Frente a la tierra que supuestamente era el centro de la religión de los antepasados. Allí donde la humanidad se reunía para celebrar la Navidad, significase lo que significase Navidad. A 377 sólo le interesaba descubrir un vestigio, una prueba de que realmente aquello había existido. La hoja que encontró en el camino hablaba de una Tierra Prometida donde el salvador redimiría los pecados a sus hijos. Él no sabía lo que significaba, pero entendió que debía estar relacionada con aquella historia del viejo loco, ya su historia. Y allí estaba, fracasado, delante de esa tierra prometida, el centro máximo de lo que para la generación de los abuelos de su abuelo era el epicentro de la Navidad moderna. El cartel carcomido por las largas horas de sol y las heladas nocturnas producto del cambio climático no dejaba lugar a dudas. Estaba en Nueva York.
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