La improvisación y la tenacidad de Madrid
«Madrid es tener un gabán que abriga mucho y con el que se puede ir tranquilo hasta a los entierros con relente. Madrid es no admitir lo gótico. Madrid es la improvisación y la tenacidad. Madrid es quedarse alegre sin dinero y no saber cómo se pudo comprar lo que se tiene en casa». Decía Ramón Gómez de la Serna.
Esta tarde no hay rastro de gabanes en la calle San Bernardo. La temperatura de finales de abril invita más a la cerveza con aceitunas que al luto del entierro. Se nota en los pasos apresurados y casi liberados. Y en el airecillo que mueve las hojas de los árboles con el permiso de los coches devorando asfalto.
Al dejar atrás la glorieta de Ruiz Giménez, la calle Alberto Aguilera parece estar en un Madrid futurista. Las aceras son las de siempre, pero los escaparates son amplios y exóticos: Juguetrónica, ropa de corte californiano, Fitness, Odontología y estética, 4D Prenatal y… ¡Un momento! Una pequeña pastelería aguanta en un rincón. Roscos, palmeras, pastas, bolsas de patatas y un letrero sesentero.
Los bollos llegan por la mañana a esa pastelería desde hace 40 años. «Intenet fastidia al empleo. El barrio está jodido: los cines quiebran, los quioscos cierran», o eso dice Francisco H., desde el rincón de la pastelería Yukari. Por suerte, con una palmera de chocolate chorreando entre los dedos es imposible no sentirse un poco más optimista.
Pero del bollo de siempre, a unos pocos pasos se llega a una tienda donde es posible probarse la ropa antes de comprarla por internet. Y en la puerta de al lado, un taller de costura tan polvoriento como hace veinte años. ¿Qué diría de la Serna?
«Me levanto a las cinco de la mañana, y me voy a las nueve de la noche, pero hoy me voy antes para ver el partido» –Chelsea-Atlético de Madrid–, cuenta Álvaro Villaverde en una frutería que lleva abierta desde el año setenta y cuatro. «Nuestros peores enemigos son la crisis, los chinos y los horarios de los grandes almacenes».
Ya en Amaniel, un bar de conservas gourmet ofrece una interesante propuesta: unas milhojas de puerros y chipirones, acompañada de una amplia gama de cervezas artesanales y vinos. Con el estómago más lleno, se baja más rápido la cuesta hasta la Plaza de los Comendadores. Allí, los niños juegan en el parque junto a las terrazas.
Un poquito más allá, el Museo del ABC aparece encajado en las paredes de ladrillo: modernismo, pájaros enjaulados y Shakespeare. Lástima que Sol esté aún lejos y que haya que apresurar el paso.
En la tienda de prensa ofrecen un surtido de revistas de siempre y otras «extranjeras, para adaptarse». Vanity Fair, Squire y Rock Deluxe dominan junto al producto nacional. El País y Pronto son los indiscutibles en la tienda de Óscar Arrizabalaga. «Esto es un barrio familiar, y un poco muerto si lo comparas con Malasaña».
Un poco más abajo, hay una pescadería que fue inaugurada en 1927 por un tal Gonzalo González. Al entrar, cuatro pescaderos esperan con los brazos cruzados a que entre un cliente, con 30, 40, 50 y 52 años en la tienda.«En este tiempo hemos he visto a gente nacer, vivir y morir. Esto antes era una calle peatonal». Al igual que otros, señalan a los grandes almacenes como su enemigo confeso.
A punto de salir de la calle, en la carnicería de Qing Tian aseguran que «la carne es de primera calidad», y confiesan que no entienden por qué no entran más españoles. «Quizás por la desconfianza, o el idioma». Apenas unos pasos después, la calle desemboca a la Gran Vía, convertida en un amplio y extraño mundo de turistas y tiendas. Y al mismo tiempo, tan familiar como las baldosas de casa. Los pulmones se ensanchan con el aire de la avenida abarrotada.
Madrid es el contraste de las pequeñas tiendas. La tenacidad y la improvisación.