Prim o las máscaras del crimen
«El General Prim caracoleaba su caballo de naipes en todos los baratillos de estampas litográficas: Teatral Santiago Matamoros, atropella infieles tremolando la jaleada enseña de los Castillejos:
— ¡Soldados, viva la Reina!»
Ramón María del Valle-Inclán, La Corte de los Milagros, 1927
– El día 27 de diciembre de 1870 el general Prim, hombre fuerte del gobierno progresista en España, abandonó las Cortes, por la puerta de la calle de Floridablanca. Poco antes que él, un diputado republicano radical, partidario del revolucionario Paul y Angulo, salió con paso firme del Congreso. A la berlina que esperaba Prim acudieron Práxedes Mateo Sagasta y Herrero de Tejada, hombres de confianza del propio general, y cámaradas de su formación progresista. Fueron invitados a subir al coche, pero se negaron excusando compromisos previos. El destino era el Ministerio de guerra, y había rechazado antes una cena en su logia masónica propuesta por el Gran Maestre Miguel de Morayta. Así, Prim entrará en el coche con sus ayudantes Moya y González Nandín a su último trayecto.
Al comenzar éste, un hombre al frente en la calle prendió un fósforo. Suponía la señal para advertir del comienzo del periplo, y fue repetida por otro hombre en la esquina de las Cortes con la calle del Sordo, y que vigilaba la entrada de la calle del Turco (actual calle del Marqués de Cubas). En ese lugar la berlina de Prim será bloqueada por dos vehículos, los cuales cortaron su salida a Alcalá. El asistente del general, Moya, atisbó a través de la ventana ocho o diez hombres con blusas y armados con trabucos.
Avisó a Prim diciéndole «¡Mi general, nos hacen fuego!», pero pronto los conjurados rodearon el vehículo. Un hombre barbudo, de baja estatura, rompió el cristal y dijo «prepárate, que vas a morir». Al efecto, tres tiros por cada lado hirieron al militar, que por fortuna pudo llegar a su residencia en el palacio de Buenavista gracias a la pericia de su cochero. Subió por la escalera, sujetándose en la barandilla, y vomitando sangre.
Estaba herido en el hombre izquierdo, con media mano amputada y una lesión en el pecho. Llegó a sus aposentos, quitándose la levita, y apresurando a su criado en las atenciones, ya que sentía desangrarse. Los médicos pudieron curar la hemorragia del general, y le extrajeron siete balas. Desfilaron todos los facultativos de renombre ante el moribundo, que exclamó proféticamente «…veo la muerte». Topete y Serrano visitaron al doliente, asegurando la continuidad de sus políticas. Y en las Cortes hicieron un gran homenaje, incluso los republicanos a través de Figueras.
Del 28 al 30 Prim agonizó, no sin antes dialogar de manera “animada” con Topete o su amigo Juan Moreno Benítez. El día 30, a las 9 de la noche, el héroe de la batalla de Tetuán expiró. Sus últimas palabras fueron «el Rey llega, y yo me muero ¡Viva el Rey!»
¿Quién mató a Prim?
El asesinato de Prim es sin duda el magnicidio político de mayor polémica en el siglo XIX español, tanto por lo confuso de los conjurados como por la red de intereses que movían a los interesados. Lo vago del sumario del crimen, que llegó a tener páginas arrancadas, implica de manera directa o indirecta a muchos notables del tiempo. Todo funciona como una inmensa partida de Cluedo donde el tapete verde sería el Casino de Madrid, y las fichas los distintos espadones, diputados y embozados que buscaban un beneficio con el asesinato de alguien que gobernaba como un dictador «de facto».
En esta novela de misterio decimonónica, donde nada es lo que parece, los peones del tablero se mueven con sigilo, escondiéndose en cada parte de la mansión victoriana, y jugando una doble faz que todavía no ha sido resuelta. Pero la lista de sospechosos, los particulares «Coronel Rubio» y «Profesor Mora», incluye a casi toda la clase política española nacida de la revolución de septiembre de 1868. Peones de distintos colores que quizá, como en «Diez negritos» de Agatha Christie, tenían todos que ganar con el asesinato de Prim. Como afirmaba Cánovas del Castillo, posterior instigador de la Restauración, y que conoció el crimen en una cena en la casa del marqués de Castrillo, en una declaración tardía: «Puede que alguien sepa quién mató a Prim. Quien positivamente lo ha ignorado hasta ahora es la justicia».
Sagasta como diputado gris
¿Por qué Práxedes Mateo Sagasta salió de la berlina antes del hecho? Nacido en un pequeño pueblo de la Rioja para 1823, el diputado Sagasta había sido una de las figuras señeras de la coalición progresista, y por aquel entonces dirigía el ministerio de la Gobernación, el más importante del país. Vinculado a Pedro Calvo Asensio, debutó como diputado en 1854, y llegó a tener episodios de heroísmo mientras bombardeaba O’Donnell las Cortes poco después
Sagasta, en coaliciones de gobierno desde finales de 1868, conocía anteriormente dos intentonas para asesinar a Prim tanto en octubre como en noviembre. Había recibido, afirman tanto Pérez Abellán como Rius, una lista de sospechosos en la cual Paul y Angulo, diputado republicano, siempre figuraba a la cabeza. Prim, en su bravuconería, había decidido poco antes no llevar escolta armada, pero tanto Ignacio Rojo Arias, gobernador de Madrid, como Sagasta no pusieron objeciones ¿A qué se debió esa negligencia? ¿Estaban confabulados con los instigadores?
El biógrafo de Sagasta , Ollero Vallés, afirma que no llegó a subir a la berlina por petición personal de un ayudante en la puerta de las Cortes, sin desarrollar el porqué. Otros autores, como Javier Rubio o Emilio de Diego, vinculan a Sagasta con José María Pastor, jefe de escolta de Serrano. Los diversos juicios, no poco aventurados, son óbice para que sí sea cierta la afirmación de Ollero Vallés de que luego de la muerte de Prim «Sagasta no volvió jamás a ser el mismo».
Mucho, mucho tiempo después, en una reunión en San Sebastián en 1889, pudo decir una frase misteriosa, quizá cínica, respecto a este asesinato «¡Si ustedes supiesen!»
El embozado Paul y Angulo
El siglo XIX en España estuvo lleno de agitadores políticos de tendencia radical: Sixto Cámara, Ruiz Zorrilla, etc. Pero sólo uno fue protagonista de un magnicidio: el jerezano Paul y Angulo (1842). Criado en una familia de la burguesía gaditana, su familia había hecho negocio con la exportación de Jerez a Inglaterra. Conoció a Prim en su exilio londinense, poco antes de 1868, donde actuó como infiltrado ante el destierro de Pérez de la Riva preparando la septembrina.
Paul y Angulo, convencido de que el levantamiento de septiembre sería la insurrección total, llegó a formar una Junta Revolucionaria en su Cádiz natal, que incluía una milicia armada. Intentó, posteriormente, otra revuelta en Andalucía sin mayor éxito para 1870. El fracaso de esta algarada le llevará al exilio, que transcurrirá entre París y Ginebra. Allí lanzó manifiestos acusando a los progresistas de «vividores», a la vez que consideraba a los republicanos de tibieza. Será extrañamente amnistiado, y para octubre de 1870 vuelve a ser diputado en estas Cortes.
Pi y Margall, dirigente republicano y hombre juicios sosegados, afirma que Paul y Algulo:
«frecuentaba las tabernas de más baja estofa y los más inmundos zaquimazis, y, sobre todo, hallábase rodeado, casi constantemente de gentuza de la hez de la sociedad».
Fundará para noviembre de 1870 el diario «El Combate» donde realizará los más venenosos ataques contra el general Prim. Se llegaron a realizar más de veinte peticiones para procesarle por su radicalismo revolucionario. ¿Podría ser, entonces, este jerezano el asesino de Prim? Bernardo García, director del progresista diario «La Discusión», lo puso a la cabeza de la lista diez sospechosos que estaban detrás de asesinar a Prim. «El Combate», en su suspensión final, afirma que iba a sustituir «la pluma» por el fusil. Muñiz, autor de uno de los primeros estudios sobre el asesinato, lo hace principal sospechoso, y creen que se oyó su voz entre los conjurados. Valle-Inclán afirma, con cierta agudeza, que el libro de Muñiz fue manipulado para centrarse en la culpabilidad del jerezano.
Lo cierto es que Paul y Angulo, hombre bastante ufano, jamás se declaró responsable. Escribió en «La Igualdad», para 1885, negando su responsabilidad en el crimen, y acusando al general Serrano y al gobernador Moreno Benítez. Vivirá una vida itinerante, muchos dicen que protegido por los verdaderos responsables del asesinato de Prim. Nunca volvió a España, y falleció en el exilio, en París, el 23 de abril de 1892.
El marinero Topete
Topete es el militar de carrera en una revuelta que quizá no quería. Nacido en 1821, en México, hizo su carrera en las Antillas, en Cuba. En la armada desde 1836, su andadura militar tendrá como objeto consolidar las relaciones entre la metrópoli y La Habana. Se le reconocía como hombre de valor, y se cuenta que llegó a salvar a un marinero en pleno mar. Aún con ciertas maniobras en el mediterráneo, Topete será siempre un hombre vinculado a la isla de Cuba, en la órbita de influencia americana desde mediados del siglo XIX. Galdós lo define en sus «Episodios Nacionales» como:
«…guerrero de voluntad maciza, navegante de grande acción y palabra seca, Topete no conocía más vocabulario que el de la lealtad».
En 1859 se le destina la armada gaditana, que habría de controlar el escenario marítimo de la costa del norte de África. El éxito de la campaña de Tetuán, donde colaboró con Prim, le permitió acceder por su eficiente organización a la Cruz de la Real y Militar Orden de San Fernando y la de San Hermenegildo. Será coronel para 1860, y colaborará en la efímera guerra del Pacífico con valor.
De ideas progresistas tibias, es clave en la victoria de la septembrina en Cádiz como capitán del puerto. Aunque alejado de los revolucionarios, el nombramiento de Belda como ministro de Marina –que rebajó el presupuesto de la Armada- le convenció de unirse. Su lealtad a la Reina Isabel le llevó a defender que no se llegara a destronarla, pero sin éxito. En su conservadurismo, su candidato era, sin duda, el duque de Montpensier. Según cita Pi y Margall:
«Yo sólo reconozco como jefe de la revolución a Serrano, que, como yo, piensa reemplazar a Isabel II por su hermana la duquesa de Montpensier».
Topete parlamentó con Prim en su agonía, según recogieron las fuentes, aunque muchos autores han dudado de su testimonio. Vinculado a la facción de Serrano, su alianza con Prim era testimonial. Su discurso en las Cortes, el 28 de diciembre de 1870, un tanto hipócrita, deja caer que Prim estaría muerto ya:
«El señor presidente del Consejo de ministros, el general Prim, ha sido herido en el día de ayer; no sé si es grave o leve la herida, no lo quiero saber en este momento; aunque lo supiera, no lo diría desde este sitio. Pero sí debo deciros que al herir al presidente del Consejo de ministros general Prim, me han herido a mí también: me han herido dos veces».
«aunque lo supiera»… El asesinato, en cualquier caso, nunca sería público.
La pista masónica de Miguel Morayta
Se ha juzgado, quizá un poco severamente, el asesinato de Prim como un crimen típicamente “masónico”. Para aclarar sobre este juicio se debe fijar la mirada en la figura de Miguel Morayta y Sagrario, gran maestre de la masonería, y una de las figuras clásicas dentro de los nuevos catedráticos progresistas vinculados a la Universidad Central de Madrid. Nacido en 1834, educado en Madrid, coincidió en la Universidad con Emilio Castelar y fue uno de los baluartes de la historia progresista frente a los neocatólicos.
Pedro Álvarez Lázaro en sus «Páginas de Historia Masónica» le considera «uno de los personajes más carismáticos de la masonería española a lo largo de su historia». Vinculado a través de Castelar a la lucha republicana, al partido federal castellano, será diputado con la República, para finalizar como profesor universitario con la apertura de cátedras a finales de siglo. Morayta era el enlace, como gran maestre 33 de la masonería, de la logia mantuana, en la calle de Arenal, cerca de Sol. Prim, masón desde el 7 de julio de 1863, y había llegado a ser caballero Rosacruz, grado 18. Para Melchor Fernández Almagro, Prim se unió a la masonería para «servirse» de ella, no tenía verdadera vocación.
Hemos visto al inicio del artículo que había ofrecido a Prim asistir a una cena en la logia; su recuerdo en su “Historia de España” es bastante preciso:
«Dijo Muñiz que Prim le encargó avisar a sus hermanos que no podía asistir; pero el autor de esta Historia puede añadir que a él le dijo: Necesito ir al Ministerio, y para que no esperen cenaré en casa, pero asistiré a los brindis».
Confirma, también, al menos dos implicados en el asesinato, Paul y Angulo y Ramón Martínez Pedregosa. Los ejecutores del crimen fueron para Morayta: «malvados de la más baja hez social» que dieron mala fama a la causa «federal».
Luego de su muerte, el cadáver de Prim fue sujeto a rituales de embalsamiento de carácter masónico. Su cuerpo fue momificado por la masonería, con uniforme de capitán general, para acompañarlo en su viaje al riente eterno, por lo que se colocaron tres frascos de embalsamamiento, formando un triángulo debajo de las dos axilas y entre las piernas. Lo que más destacó en su exhumación fueron sus impactantes ojos de cristal…y las marcas del cadáver en el cuello.
La flor de lis blanca de Montpensier
El 7 de marzo de 1870 el infante Enrique de Borbón, hijo de Francisco de Paula, publicó un manifiesto en el diario «La Época» donde emplazaba a un enemigo a un duelo. Su último periodo es no poco vehemente:
«Este príncipe tan taimado como el jesuitismo de sus abuelos, cuya conducta infame tan claramente describe la historia de Francia, habría sido proclamado Rey en las aguas de Cádiz si un ilustre compañero mío de Marina no se negara a manchar su uniforme indisciplinándose por Montpensier, y no rechazara, con tanta energía como dignidad, la mayor traición que conocen los tiempos modernos».
Se refiere, como hemos visto, a Montpensier, y así sucederá uno de los duelos más celebres del siglo XIX español: el que enfrentó a pistola a Enrique de Borbón con Antonio María de Orleans. Realizado cerca del barrio de la Fortuna, en Leganés, tuvo como conclusión el asesinato del «Duque de Sevilla» al tercer tiro. Así se esfumaron por completo sus oportunidades al trono vacante de España.
Antonio María de Orleans había nacido en Neuilly-sur-Seine, París, en 1824 y era el hijo menor de Luis Felipe de Orleans, derrocado para 1848 en Francia. De formación militar, había guerreado en Argelia y el mediterráneo, llegando a ser mariscal de campo. Su vinculación a España vendrá a través de la boda con Luis Fernanda de Borbón, hija de Fernando VII. Con la revolución en Francia, acabará viviendo en España, creando una pequeña Corte entre Sevilla, en el Palacio de San Telmo, y Cádiz. Desde la caída de la Monarquía y su instalación en España, la pequeña corte sevillana será un hervidero de conspiraciones contra Isabel II.
Valle-Inclán describe de manera muy brillante esta pequeña corte un inédito titulado “Sevilla”:
«La juega cañí estaba dispuesta para divertir a unos gabachos de la aristocracia orleanista, aquel florido mayo, huéspedes de San Telmo. El Duque de Montpensier que había confiado el programa a las luces de su ayudante, se ocultaba modestamente en el fondo de un palco. Los franchutes, pecheras blancas, cabelleras rizadas, rubios como figurines de sastre, aplaudían, con la lengua gorda de erres espirituales».
La aguda mención del carácter conspiratorio de esta Corte que hace el gallego, gran conocedor del Sexenio, está demostrada por los pagarés que financiaron la revolución de septiembre, y la adhesión de militares más conservadores que progresistas como Topete. Los autores llegan a citar más de tres millones de reales comprometidos con la septembrina, pero el citado duelo y la oposición frontal de Napoleón III cortó las alas a su candidatura.
La mano del Orleans, taimada como afirma Enrique de Borbón, dirige de manera clara los acontecimientos del asesinato de Prim. Se encontró una tarjeta partida que ponía «Montp» que era un tipo de contraseña. La otra mitad la tenía en su poder uno de los sicarios. El hombre clave, el «oro persa» de Montpensier, sería Felipe Solís y Campuzano. Tres asaltantes de origen riojano que deambulaban poco antes del asesinato declararon «haber sido financiados» por Campuzano, ayudante del duque. Muchos de los testigos que acusaban a Montpensier fueron asesinados, y el duque, eterno intrigante, nunca llegó a ser condenado. Morirá luego de un efímero exilio en Torrebreva (Rota) a los sesenta y cinco años. Verá un efímero consuelo: su hija María de las Mercedes será Reina de España.
El general Serrano y sus alianzas sin nombre
Pocas personas en la historia de España han acumulado tantos cargos, y con tanta fortuna como Francisco Serrano y Domínguez, el llamado «general bonito» por su porte y relación con Isabel II. Llegó a ser duque, regente, presidente, e incluso jefe del Estado: nadie gozó de tantos cargos y tantas mercedes como él. Esta gran colección de títulos, que podría parecer fruto de sus inmensas dotes, tenía que ver más con su capacidad de adaptación a los múltiples gobiernos que dominaron el periodo isabelino. Así, fue unionista en 1854, progresista en 1868, conservador en 1873, y llegó a aceptar la Monarquía Alfonsina. Su implicación es a través de un hombre providencial en el asesinato: José María Pastor.
Pastor salió una y otra vez del palacio de la Regencia, y se le considera instigador del asesinato de manera directa al contratar sicarios, y establecer planes específicos. Acusado por un cabo, Francisco Ciprés, será juzgado el 4 de enero de 1871. Él se defendió diciendo que «…estaba investigando por su cuenta a los asesinos de Prim». La madeja desenrollada llega a establecer varios testimonios donde se acusa a Pastor de dar hogar a los criminales. Tanto Anguera como Rius dejan caer la acusación directamente a Serrano, pero es difícil encontrar una prueba directa, fuera de la implicación de sus subordinados.
Pero quizá el mayor elemento de acusación contra Serrano fueron las lesiones que se encontraron en el cuello del cadáver momificado, que se pueden llegar a justificar por una asfixia intencional. El análisis posterior de la reciente comisión Prim llega a defender nada menos que «no se realizó una autopsia» como tal. Como hemos visto, los encargados de cuidar al general agonizante estaban controlados por Serrano y Topete, cuyas dudas respecto a la implicación han sido descritas. En ese sentido, es difícil no acusar a Serrano de sospechoso, dada su actitud a lo largo del Sexenio, y especialmente su colaboración en los sucesos de 1873, y su posterior dictadura republicana.
La esposa de Prim, Francisca Agüero y González –rica mujer de tierra caliente-, afirmó ante la pregunta de Amadeo Saboya sobre encontrar a los asesinos de Prim : «Pues no tendrá V.M. que buscar mucho a su alrededor». En ese sentido, el juicio de Valle-Inclán, utilizando como máscara a Bradomín, es agudo respecto a que todos tenían interés en el magnicidio:
«En España el arte de gobernar, ha sido el soborno de conciencias: El arte de gobernar, y el arte militar, porque las guerras cuando no se pierden se ganan con la bolsa de treinta dineros. Esta educación política ha dado el fruto de los pronunciamientos. Ya saben su oficio quienes le ofrecen la Corona al Duque de Montpensier».
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