Historias mínimas en la línea 4
Una ola humana se apresura por entrar en el vagón. Otros ejercen la fuerza inversa para poner los pies fuera. Ambos se llevan su parte y la cápsula metálica cierra sus puertas. Se acomodan como fichas de ajedrez estratégicamente preparadas para iniciar el viaje.
Teléfonos. Libros. Periódicos. Música en los oídos. Cada cuál en su propia burbuja. En la superficie la lluvia amenazante deja de ser un problema. Allí abajo el calor abraza, es agotador. Las prisas del inicio mutan por la paciencia de quienes se convierten en compañeros de rutina. Por algunos minutos comparten aquel lugar desconectándose del mundo, de esas calles por las que transitan miles y miles sin pensar que caminan sobre sus cabezas.
Con destreza y equilibrio una joven intenta quitarse el abrigo sin molestar a su compañero de asiento. Es un hombre vestido con ropa de escalador que quién sabe desde hace cuántas paradas decidió dejarse vencer por el sueño. Con su mano derecha sostiene una inmensa mochila de la que cuelgan una taza de metal y pequeños ganchos. Ella lo mira de reojo. Él parece no enterarse del esfuerzo que hace su socia de viaje. Por fin se quita el abrigo, lo enrolla en su brazo y lo mira satisfecha. No interrumpió sus sueños.
Un grupo de señoras se suma a la travesía. Allí dentro no existe espacio para sumar gente cómodamente sentada, a ellas parece no importarles. Hablan fuerte y alto, se ríen antes de terminar las frases y, aún así, logran entenderse. Vienen de una salida de «chicas», suelta al aire una de ellas mientras se sujeta fuerte del brazo de una amiga para no dar el espectáculo de rodar por el Metro. Un joven con ropa del cole se alerta de la situación e intenta cederle su asiento. Insiste. Una de ellas, una mujer de esas que da pudor arriesgar su edad, lo mira con ternura y se niega a aceptar su lugar. Él ya no insiste más y conserva su sitio, ellas se bajan pronto. Fin de la noche de chicas.
Ambos van de pie. Ella lee a Henning Mankell, un libro pequeño de tapa negra con un dibujo que apenas se divisa entre sus dedos. El otro, con aspecto de recién salido de la oficina, lee atento las columnas de opinión del periódico… o al menos fija la vista en cada una de las palabras. Sus codos se rozan cada vez que alguno termina la página, algunas veces hasta se chocan imprudentes y no pueden evitar mirarse. Buscan no molestarse, pero la falta de espacio suele jugarles una mala pasada. Sus cuerpos se pegan cada vez que el subterráneo se detiene en seco. Ella se cansa. Cierra su libro y olvida poner dentro el boleto que hace las veces de indicador de página. Mueve la cabeza como lamentandose por el error. Es culpa de las prisas. Lo guarda en su mochila y agota su último recurso de lectura. Termina leyendo un pequeño cuento pegado en la pared. En cierta manera los dos ganaron la partida.
Una pareja. Él es alto, tanto, que las puntas de su cabello peinado hacia arriba casi tocan el techo. Ella se abraza a su cintura, que usa como arnés porque ya no hay lugar para sujetarse: las barandas amarillas están teñidas de manos. Son rubios, extremadamente blancos, sus ojos celestes, casi turquesas, llaman la atención. Delante de ellos una mujer negra lleva a su niño cargado en su espalda dentro de una manta. Una especie de mochila artesanal. Sus pequeños pies cuelgan al costado de su madre. Es una niña aunque no lleva pendientes. Está cansada y su madre le presta una muñeca sin ropa para entretenerla durante el viaje. No la quiere, la deja caer al suelo. Detrás, pegada a una de las puertas que no se abren durante el recorrido, una joven de cabello largo mira con unos ojos llenos de brillo a la pequeña. Sus miradas se cruzan y la niña estira su mano para tocarla. Ella responde al gesto. Se agarran. Por algunos instantes están unidas con la ternura de quienes se conocen de toda la vida. La pequeña no quiere soltarla y así abandonan el viaje, unidas.
Cuatro gestos. Cuatro historias mínimas en la línea cuatro del Metro.