El poderoso arte de la observación en el Metro
Suena el despertador. Nos levantamos, desayunamos, nos dirigimos a nuestros trabajos. Empleamos movimientos mecanizados casi sin darnos cuenta y nos movemos como robots hacia el metro o el autobús. Son lugares increíbles en los que se gestan miles de historias que se escriben sobre la marcha y que para los ojos poco observadores pasan desapercibidas.
Pero, ¿qué podemos encontrar en el suburbano? Realizamos el experimento. Nos adentramos en él provistos solo con papel y un bolígrafo para capturar en pequeños fotogramas la realidad más cercana e inmediata. Elegimos una de las líneas más conocidas en donde la clase obrera y la multiculturalidad son sus señas de identidad: la línea uno que nació 1919.
Son algo más de las siete de la tarde. Partimos desde Vallecas, concretamente desde Buenos Aires situada en la Avenida de la Albufera. Una estación ubicada en medio de un intenso ir y venir de coches al este y de una gigantesca mancha verde coronado por un parque al oeste. El color naranja de la estación no es baladí; transmite alegría e invita a que se den situaciones imprevisibles como que una mujer de mediana edad se lance a cantar algunas estrofas de una canción con ritmos latinos en un improvisado escenario.
Nadie repara, de momento, en que cada mínimo movimiento está siendo observado. Rostros ojerosos, fatigados, algunos ásperos y serios, otros cabizbajos. Hay quienes aprovechan para hacer ejercicio o pasear a sus mascotas en el que podría considerarse nuestro propio Central Park.
El paso de aquellos que van es más apresurado, pero más pausado el de los que vuelven. Los libros electrónicos, los smartphones o los dispositivos de música inundan cada paso, allá por donde vamos. La estación de Buenos Aires se abrió al público el 7 de abril de 1994 por SS.MM. Los Reyes Don Juan Carlos I y Doña Sofía inauguraron el tramo Buenos Aires – Alto del Arenal – Miguel Hernández. Una placa ubicada en el flanco izquierdo se encarga de recordarlo a los viajeros. Un mural abstracto corona la estación antes de descender por las escaleras hacia el andén, donde las escaleras mecánicas están estropeadas. Se cuela la voz de una persona mayor que se queja de tener que bajar a pie.
Perfiles variados
El retrato de la gente es el siguiente: unos pensativos, otros dan pequeños paseos como muestra de impaciencia. Algunos inmersos en una tónica que se repite en cualquier lado emulando a ciudades como Nueva York, no quitan el ojo a los teléfonos móviles. Otros con miradas perdidas en el vacío. Aunque también encontramos a gente con libros electrónicos leyendo como si en ello se les fuera la vida.
Arranca nuestro recorrido. Varían las razas así como la diversidad de clases. Una señorita atractiva y de color canela entra en el vagón y rápidamente se convierte en el foco de las miradas. Llegamos a Pacífico, donde una tropa ingente de personas toma lugar. De repente, un hombre canoso y de mediana edad, que porta unas gafas y una cara de preocupación y cansancio empieza a vender pañuelos a cambio de dinero –la voluntad, matiza-. Un chico suelta unas pocas monedas sin recibir nada a cambio al tiempo que le desea suerte antes de seguir jugando al popular Clash of Clans.
El metro continúa su recorrido. Atocha Renfe es otra de las grandes estaciones. Desembarca una nueva avalancha de personas mientras otras tantas abordan el suburbano madrileño. Parada clave porque conecta el servicio de Cercanías, el AVE y otros destinos. A estas horas del día cada uno elige la forma en la quiere relajarse; unos sentados en el suelo, algunos en sus asientos y otros completamente abstraídos perdidos en explosivos videoclips al son de sus manos y sus pies que no paran de moverse.
Pero para mi sorpresa hay quienes no pierden detalle de lo que pasa a su alrededor. Oteo el horizonte y descubro a una joven que me observa en todo momento. El vigilante, vigilado. “¿Qué estará haciendo este chalado que no para de tomar nota?”, con toda probabilidad estará pensando.
Punto neurálgico
El viaje es rápido. No pasan más de 15 minutos antes de terminar de recorrer las 10 paradas hasta Sol, lugar al que nos dirigimos. Es un punto neurálgico en el que un mar de gente desborda la estación. Las puertas van a cerrarse pero hay quien apura hasta el final para entrar en el vagón in extremis.
El bolígrafo del reportero languidece por momentos. Antes de darnos cuenta un olor nauseabundo invade nuestro espacio; estamos en Sol. Hay un contraste radical en el que se mezclan todo tipo de colores. Todos se dirigen hacia las salidas más cercanas. Una sensación de seguridad se impregna rápidamente del ambiente; primero la policía. En los aledaños, la seguridad del metro.
Subimos las escaleras mecánicas hasta salir al exterior donde el canto de unos mariachis rompe con la monotonía, con lo previsible y con los clichés de una sociedad hiperconectada al grito de ¡Qué bonita esta pieza! Ay mi morena, de mi corazón…. Para mi sorpresa, una actuación interpretada por un Michel Jackson anónimo llena de alegría, de frescura y de color la calle. Rápidamente se congrega un corillo animado de gente a su alrededor asombrados ante el “rey del pop”, presente entre nosotros.
En otro rincón, unos evangelistas ingleses predican la palabra de Dios mediante una manzana a modo de metáfora. Utilizan una caja improvisada a modo de estrado, desde donde se dirigen a los curiosos. De pronto, una runner entra en escena, quizás, perdida de una maratón.
El bolígrafo no da más de sí y escupe sus últimos cartuchos de tinta, pero antes de claudicar me dirijo hasta el kilómetro 0 donde un invitado sorpresa aparece ante mis ojos: Ignacio González, presidente de la Comunidad de Madrid (hasta el 24 de mayo). Tal vez esté disfrutando de sus últimos días en el cargo.