El guardián de los Jerónimos
Paco, el quiosquero de la calle Moreto, una de las arterias del barrio de los Jerónimos, lleva casi cuarenta años apostado en su trinchera. Su padre adquirió la licencia a principios de los ochenta, y desde entonces la vida de su familia ha estado irremisiblemente ligada a la marcha del negocio.
En 1977 el mayor de los hijos de la familia Cantador, Juan, falleció en un accidente de tráfico. Los padres quedaron devastados, y el ambiente en casa era desolador. Paco vio como la apertura del quiosco, pocos años después, sirvió para amansar las aguas, y descubrió que para su padre, Ángel, no existía mejor terapia que la venta de periódicos. Con tan solo diecisiete años comenzó a ayudarle en los repartos, y poco después adquirió plenas responsabilidades en el local.
Todas las mañanas Paco se levanta a las cinco y media, se ducha y se toma su café. A las seis y media comienza su jornada laboral. «Es una buena hora porque es cuando mucha gente sale a trabajar. A partir de las siete y cuarto esto ya está funcionando a pleno rendimiento», comenta. La clientela es siempre la misma, vecinos del barrio que llevan toda la vida comprando a las mismas horas. «También la gente viene a las horas a las que tú la acostumbres, todo hay que decirlo», revela. Secretos del negocio que explica como si no tuvieran importancia.
Cuando todo empezó, allá por el año 81, ni el padre ni el hijo tenían la menor idea de como funcionar. Todo era algo nuevo: la prensa, las cuentas, los repartos e incluso el barrio. Pero poco a poco se fueron aclimatando. «A mediados de los ochenta el negocio iba como un tiro. La gente compraba mucho más y teníamos repartos muy importantes». El barrio por esas épocas era diferente. Había muchas más oficinas y sedes de organismos oficiales del estado. En la calle Alberto Bosch, por ejemplo, se encontraba la Federación de Fútbol, y en Casado del Alisal existía una sede de estudios fiscales. Todos esos establecimientos encargaban grandes cantidades de periódicos y durante muchos años los repartos constituyeron el grueso de las ventas del quiosco. A medida que fueron desapareciendo, los ingresos fueron cayendo también.
«Tuvimos una época de bonanza a finales de los ochenta y principios de los noventa. La economía funcionaba y la gente leía más. Luego, con la llegada de internet y el estallido de la crisis, la cosa fue a peor. Digamos que se nos juntaron muchas cosas al mismo tiempo». Para Paco uno de los principales motivos de la pérdida de clientela, además de la transformación del barrio, fue la irrupción de internet. «Yo lo entiendo. Ahora vivimos en una época en la que todo lo que quieras lo puedes tener desde el sofá de tu casa. Cuesta mucho más bajar a comprar el periódico, enfrentarte a la lluvia y al frío, sabiendo que desde tu móvil o tu ordenador puedes informarte también».
A pesar de todo se muestra optimista. Al fin y al cabo, mientras muchos de sus compañeros se han visto obligados a cerrar, él sigue al pie del cañón. «Todo es gracias al barrio en el que estoy colocado. Aquí la gente tiene dinero, es gente culta, y es gente mayor. La mayoría están acostumbrados a leer en papel, es lo que llevan haciendo toda la vida y es mucho más difícil que dejen de hacerlo». Un dato revelador, explica, es el hecho de que el periódico más vendido sea el ABC. «Incluso en las épocas de máximo esplendor de El País y El Mundo, aquí siempre se ha vendido el ABC. Eso es por los clientes, personas muy mayores, acostumbradas a comprar el ABC desde pequeños en sus casas. Es que durante mucho tiempo fue prácticamente el único periódico del país».
Los cambios inevitables
Ahora los quioscos están desapareciendo de las calles. En los últimos seis años, en Madrid se han visto obligados a cerrar unos 185. La tendencia, además, crece de manera exponencial. En el 2015 fueron 49 los puntos de venta que no consiguieron sobrevivir a la crisis del sector, y en lo que llevamos de 2016 se han clausurado otros 26. Paco es uno de los supervivientes, pero no se muestra demasiado optimista en cuanto a sus perspectivas de futuro. «Si todo sigue igual, a mí me quedan aquí, como muchísimo, diez años más». Es una realidad que contrasta con lo que se vivía hace un par de décadas, en las que el negocio funcionaba de una manera más que razonable. «Cuando nosotros empezamos, esto era una gran inversión. Mi padre tuvo la suerte de disfrutar los años buenos. Desde que murió, en el 2004, la cosa fue yendo a peor».
Todo es ley de vida, como el propio funcionamiento del quiosco. Paco empezó siendo un simple ayudante, pero poco a poco fue adquiriendo cada vez más responsabilidades. En poco tiempo se convirtió en el encargado de llevar las cuentas y de realizar los repartos y las devoluciones, y al final terminó por convertirse de manera definitiva en el dueño absoluto del local. «A finales de los ochenta y principios de los noventa, en la época en la que me casé y tuve a mi primer hijo, mi padre decidió que era el momento de cederme el control. Él estaba muy mayor, quería jubilarse, y entendió que con la ayuda de Pilar, mi mujer, yo ya podría encargarme solo». No fue una retirada definitiva. A los pocos años, debido a los embarazos de su nuera, el abuelo decidió volver para ayudar a su hijo. Después de quince años, las tornas habían cambiado definitivamente, y ahora era el padre el ayudante y el hijo el supervisor.
«Mi padre se aburría en casa, no podía estarse quieto, y estaba acostumbrado a trabajar. Durante los años en los que se jubiló, no abandonó del todo su trabajo. Se pasaba por aquí muy a menudo y me reemplazaba casi todos los días. Al final aguantó hasta casi el final. Se retiró de forma definitiva en el año 2002, y murió tan solo dos años después».
Tras la muerte de su padre, Paco se quedó solo y se vio obligado a tomar decisiones tan difíciles como inevitables. Por esas fechas fue cuando decidió suprimir los repartos, la mayoría de las oficinas de los alrededores habían desaparecido y no salía rentable contratar a otra persona para realizarlos. El barrio había cambiado, y con él la estructura del negocio. Paco se vio obligado a adaptarse a los nuevos tiempos. «Tampoco es algo agradable. Ahora, al estar yo solo aquí, el quiosco depende únicamente de mí. Si yo enfermo un día y no puedo venir, el quiosco no abre. Así de simple».
El contraste entre los barrios
La disparidad de la gente y de sus maneras de pensar fue una de las cosas que más sorprendió a Paco nada más aterrizar en su nuevo empleo. «En el quiosco se aprende mucha psicología. Aquí la gente viene y comenta la actualidad, se desahoga y te muestra sus preocupaciones». Él venía de San Blas, un barrio obrero de las afueras de Madrid, y no estaba acostumbrado a tratar con gente a la que consideraba salida de las películas de Hollywood. «Yo nunca había visto a los marqueses, a los políticos ni a los altos directivos de las empresas por la calle, solo por la tele. Y aquí vivían todos ellos. Fue un gran shock cuando llegué al principio. Luego te das cuenta de que son personas como todos. Y aprendes a comprender otros puntos de vista».
Un ejemplo de ese contraste lo encontró muy pronto. En el año 82 Felipe González salió elegido presidente del Gobierno, y lo que en su barrio era motivo de celebración, en los Jerónimos constituyó una auténtica desgracia. «Cuando pasó eso, para mí, que nunca he estado demasiado interesado por la política, fue algo chocante. Yo vivía en un barrio obrero, un barrio de izquierdas, pero trabajaba aquí, un barrio más de derechas. Recuerdo que donde yo vivía, el resultado electoral era causa de felicidad… La gente estaba contenta por la calle y lo celebraba. Aquí, sin embargo, la gente estaba más bien compungida. Claro, en aquella época todavía quedaban reminiscencias del régimen anterior, y se pensaban que esto iba a ser… Decían cosas como “ya han venido estos a llevárselo todo, estos comunistas, estos no se qué…”. Se pensaban que íbamos a ser igual que la unión soviética».
Los quioscos tienen eso. Son epicentros donde la gente acude a descargar sus miedos. Ocurre lo mismo que en las barras de los bares, con la añadidura de que al tener tan cerca los titulares matutinos es más fácil comenzar a despotricar. Paco lo tiene claro, y está agradecido de su trabajo por haberle permitido conocer tantas y tan diferentes opiniones. Además, añade que «cuando hay noticias grandes aquí se vende mucho más, y eso nunca viene mal».
Ni un infarto le sacó de su local
No se lo esperaba. Jamás se lo habría imaginado. El riesgo a sufrir algún tipo de altercado era tan mínimo en su cabeza que cuando hace un año sufrió un infarto ni siquiera se enteró. Paco se despertó una mañana con una ligera presión en el pecho, nada grave, sólo un pequeño malestar, se duchó, se tomó su café de todos los días y se encaminó a su local. Pasó una mala primera hora, el dolor del pecho fue creciendo con el paso de los minutos y se extendió a la mandíbula, comenzó a tener sudores fríos y se vio obligado a sentarse en un banco a descansar. Uno de sus clientes de toda la vida, al verle en ese estado, se preocupó por él. «Me dijo que había leído en un artículo que mis síntomas eran los típicos de una angina de pecho. Yo no le hice caso. Tampoco me encontraba tan mal, era solo un malestar pasajero».
Al cabo de un rato comenzó a sentirse mejor, estaba claro, no era nada grave. Continuó, como todos los días, pero el malestar no desapareció. Su mujer, al verle con tan mala cara, le obligó a ir al hospital, ella se encargaría de las ventas mientras él no estuviese. «En el hospital pasó algo curioso. Yo me fui a mi médico de toda la vida, una persona muy simpática, pero que se enrolla como las persianas. Es muy normal que tenga la sala de espera a rebosar porque tarda muchísimo en atender a cada uno de sus pacientes. Cuando ya llevaba esperando como una hora, al encontrarme mejor, decidí irme de allí, y me volví para el quiosco».
Nada parecía apuntar a que lo que le pasaba fuese algo grave. Hizo vida normal durante toda la mañana. De hecho, aquel día incluso fue al banco a realizar el ingreso semanal. Jamás hubiera imaginado que el dolor en el pecho fuese una vena obstruida. «En el banco me conocen. Voy allí todas las semanas. Cuando me vieron me dijeron que tenía mala cara, y se mostraron preocupados. Al final me convencieron para volver al médico». Resultó que tenía una vena taponada al 99 por ciento. «Tuve la suerte de que no era una arteria o algo importante. Pero con una vena tan taponada el corazón sufre. Me acabaron ingresando y todo».
Ahora, habiendo pasado un tiempo desde el percance, Paco prefiere no pensar en lo que le podría haber sucedido. Es consciente de que, al no contar con la ayuda de nadie, si le pasase algo, el quiosco se tendría que cerrar. «En el fondo es culpa mía. El médico me ha dicho que tengo que cambiar mis hábitos, que tengo que dejar de fumar y empezar a comer sano. Tengo que dar paseos y demás, pero la verdad es que no lo cumplo mucho. El problema es que me encuentro bien, y no me imagino que me vaya a pasar nada. Pero eso, a veces piensas que a lo mejor estás siendo un gilipollas, un irresponsable, y que si te pasase algo dejarías a tu familia sin un sueldo, y que el quiosco tendría que cerrar. La verdad es que prefiero no pensar en ello».
Por lo menos, en el año 2014 la familia Cansado recibió un balón de oxígeno. Pilar, la mujer de Paco, consiguió un trabajo en las cocinas de un restaurante muy cercano al quiosco de su marido, en la calle Moreto también. «Es un alivio porque ahora con dos sueldos tenemos más margen. El único problema es tenerla tan cerca», comenta entre risas, Paco, aunque luego recula, «Hombre, es broma. Cuanto más cerca mejor».
En Madrid hay barrios que son como pequeños pueblos. En ellos las personas se conocen y hacen vida en común, se reúnen y comparten sus ideas y opiniones alrededor de los locales de toda la vida. Esos locales y puntos de reunión son las arterias que sustentan las calles, a las que llenan de oxígeno, otorgándoles su propia identidad. El barrio de los Jerónimos no sería el mismo sin el bar de Alfonso, o sin el quiosco de Paco, sitios que, más que negocios, hacen las veces de garantes de la memoria colectiva del lugar. Todas las historias que suceden o han sucedido por allí son recordadas por los individuos que llevan toda una vida detrás del mostrador, sirviendo al vecindario. Ellos son los encargados de rememorarlas, recontarlas y mantenerlas vivas, como si fueran los guardianes de un espíritu invisible, sustentado durante generaciones de porteros y camareros de bar. Muy pocas personas, sin embargo, se preocupan de las vidas de esos guardianes, y a veces sus propias historias corren el riesgo de caer en el olvido. Paco, el quiosquero, lleva casi cuarenta años apostado en su trinchera, y su vida ha terminado por entremezclarse con la de la ciudad. No se entenderían la una sin la otra. Y eso es algo que conviene recordar.
Una eminencia en el barrio