«Aquí no existe una eutanasia voluntaria, si no la pediría»
Manuel no tiene boca. Se quedó sin ella cuando recibió una paliza por parte de un grupo de personas que defendía que el lugar donde Manuel pasaba el día pidiendo limosna en una céntrica calle de Madrid les pertenecía. Le arrancaron la prótesis dental que llevaba. No puede costearse el arreglo. Tampoco un tratamiento para su piorrea.
Hubo una segunda paliza. Cuando Manuel Lorenzo Carrasco (Madrid, 1956) llamó a la policía esperando una mano tendida, recibió por respuesta un último golpe: «Es que la calle está muy mal». «Hay gente que me ha llegado a escupir. ‘Lárgate de aquí, hijo de puta, pordiosero’», me decían. «Otras veces me tiran un céntimo», cuenta Manuel.
Hace seis años, Manuel era encargado de mantenimiento en el centro comercial de Tres Aguas, con 21 personas a su cargo y un sueldo de 2.200 euros. «Me hicieron un despido improcedente. El centro comercial tenía que pasar unas revisiones. Había riesgo de legionela por un problema en las torres de refrigeración. El gerente quería darlas de paso pero yo me negué. Si pasaba algo, la responsabilidad era mía. A raíz de eso, el gerente me puso verde». Pasaron las semanas y, un día, recibió una llamada de las oficinas de dirección. «Si te llaman es para ascenderte o para echarte. Ya me lo olía».
Manuel no está casado ni tiene hijos —«Y menos mal»—. Sus padres murieron y su único hermano está en paradero desconocido. Vivía en una casa hipotecada. Repartió currículums con la esperanza de que la experiencia adquirida a través de 21 años de trabajo y su formación como electrónico superior le abrieran una puerta para reencauzar su vida. Pero no recibió ninguna llamada.
Dejó de cobrar el paro en 2013. Durante un tiempo malvivió con trabajos de dos semanas por 300 euros. «Pero qué vas a hacer por 300 euros, ¿pisar mi dignidad? Si es que ya solo con lo que te gastas en transporte…». Sus ahorros se agotaron. No pudo pagar la hipoteca y le desahuciaron.
«Hubo una época, en 2014, que me vi muy mal. Caí en depresión. Estaba desesperado, me vi en la calle… Vivir en la calle es horrible. A día de hoy la sigo teniendo. Intenté cambiar la actitud un poco, salir más. Pero es inútil. Es muy complicado. El no ver salida… Se hace difícil dormir. Con 50 años, la proyección de futuro es nula».
Pequeña salvación
A Manuel lo acoge un amigo de la infancia que vivía en un piso de sus padres. Trabaja como camarero, y Manuel le ayuda llevando a casa comida que consigue en los bancos de alimentos o que logra comprar con el dinero que recauda en la calle. «Sus padres quieren vender la casa, así que no va a durar mucho. Sé que soy un afortunado por tener a alguien así».
Pese a haber encontrado un techo bajo el que cobijarse, hay necesidades básicas, como la alimentación, que Manuel no puede satisfacer como su cuerpo necesita. Su dieta consiste en alimentos no perecederos como la pasta o los botes de conservas. «No lo tengo fácil para comer. No tengo una alimentación adecuada, tengo que depender de la pasta, y tampoco le puedo echar carne ni nada».
Manuel intentó emular a Henry Thoreau —el escritor que dejó todo para irse a vivir en medio del bosque, sin dinero ni bienes materiales, para después contarlo en un libro— echándose al monte para vivir por su cuenta, ajeno al ruido de la ciudad, en su «Walden» particular, pero encontró impedimentos legales. «Si tuviese un terrenito en un pueblo, con un cultivo… Pero es que ni eso te dejan. Está prohibido. Ya no te dejan ni acampar. El sistema lo que quiere es que estés aquí, que consumas servicios, que gastes, aunque malvivas. Está todo estudiado».
Tantas horas en la calle le han servido para pensar. Manuel vivió de cerca la génesis de la crisis inmobiliaria. Cuando trabajaba en una obra para la multinacional ACS, estaba rodeado de menores de edad que habían dejado los estudios porque trabajando como peones se embolsaban 2.000 euros mensuales. «Veía a algunos chavales y les decía: ¿Pero tú te crees que, sin ningún tipo de estudio, vas a estar toda tu vida ganando este dinero? Mientras tanto, veía ingenieros que se llevaban a su casa furgonetas enteras de herramientas. Aquello no podía durar. Era de sentido común».
El paso de los años y el cúmulo de experiencias vividas han sido el torno con el que Manuel ha dado forma a sus ideas. «Ya en el 2011, cuando ganó el Partido Popular, dije: ‘Madre mía la que va a caer’. Yo creo que queda poco para que la situación reviente. Tiene que acabar pasando algo. El capitalismo nos ha llevado a esto. Le queda muy poquito. La gente será consciente cuando esté aquí. Dirán: ‘Yo he pagado, que me protejan las autoridades’. ¿Qué autoridades te van a proteger?».
«A la gente le da igual, no se preocupa de nada. Ayer cruzaron la valla 200 inmigrantes. Cuando quieran, nos pueden aplastar. Y es lógico. Si no les ayudamos, van a subir armados y nos van a aplastar». Manuel tampoco entiende que mueran 400 personas ahogadas en el Mediterráneo. Ni que Draghi —el presidente del Banco Central Europeo— anuncie que se vende deuda cuando se anuncia que España está saliendo de la crisis.
La lectura, un refugio
Cree que, en gran parte, el desinterés público se debe a la falta de lectura en la sociedad actual. «Cada vez hay menos gente que lee. La biblioteca siempre está vacía. No interesa saber, no interesa la historia. Es triste». Es en los libros donde Manuel encuentra el refugio que no encuentra en la calle. También en el ajedrez, cuando va a jugar partidas improvisadas en un parque del barrio de Aluche. «Pero tampoco es una solución».
«Yo no tengo ganas de vivir. Ojalá me durmiese esta noche y mañana no me despertase. Es la realidad. Porque aquí no existe una eutanasia voluntaria, si no la pediría. No creo que tenga nada bueno por delante. No puede haber nada bueno». Los cinco o diez euros que saca pidiendo limosna —«quince en un día muy bueno»— están lejos de ser un estímulo para su día a día. Tampoco el ver como amigos de la calle terminan en la cárcel después de aceptar encargos de cárteles de droga para ejercer como «mulas» en viajes a Sudamérica. «Traté de convencer a aquel chaval, pero tenía mujer e hijos. Le hacía mucha falta. A mí me lo han ofrecido, pero no podría vivir sabiendo que hay gente matándose por algo a lo que he ayudado».
«La situación no va a ir a mejor. Aquí hace falta un reciclaje. Al paso que vamos ni siquiera voy a tener derecho a la jubilación que me corresponde por mis 21 años cotizando. Y no es pesimismo, es realismo. Algo van a tener que hacer. Un virus, una pandemia… Sobra gente. Y si la gente no muere, ¿qué van a hacer? Matarla. No queda otra».
Manuel está a la espera de que le concedan la renta mínima de inserción (RMI) que ofrece la Comunidad de Madrid. Unos 400 euros. «Cuando yo tenga el RMI, ya no tengo acceso a un comedor social, porque supuestamente es para que cubras tus necesidades básicas. Con 400 euros, dime tú donde vivo y qué como». Cuenta que, por un conocido que trabaja en la Seguridad Social, sabe que los encargados de asignar ayudas como el RMI cobran por objetivos: a menos concesiones, más ganan. Lleva 8 meses esperando por ella, y estima que aún le queda año y medio de espera.
El Corte Inglés de Princesa, engalanado hasta las trancas con motivo de la Navidad, es el escenario frente al que Manuel pasa las horas, viendo pasar ríos de gente y, de vez en cuando, alguna que otra moneda. «Mira la Navidad: la gente comprando cosas que no necesita, como locos…». La estampa resulta casi irónica para una tarea como la de Manuel. Le acompaña un cartón doblado por la mitad en el que se puede leer «Pido limosna y acepto trabajo». El periodista le pregunta cómo pasará las fiestas: «¿Navidad? Yo no tengo nada que celebrar».