«Mentí a los niños en 2014 sobre si sus padres volverían de la guerra, ahora son ellos los que están en el frente»
Historias sobrecogedoras a las puertas del centro de refugiados ucranianos de Pozuelo de Alarcón
Hace pocos días, tras la invasión a Ucrania, se habilitaron tres centros de recepción, atención y derivación que se han puesto en marcha desde el Ministerio de Inclusión y Seguridad Social para las personas que huyen de la guerra. El primero en arrancar con los trámites de acogida ha sido el de Pozuelo de Alarcón. Se sitúa en la carretera de Carabanchel, cerca de la Ciudad de la Imagen, y lo coronan tres banderas: la ucraniana, la española y la europea. Está gestionado al completo por la ONG Accem y fuertemente vigilado por furgones de policía. Cuenta con amplias salas de espera y entrevistas, además de un comedor; tiene capacidad para alojar a 400 personas en casos de emergencia. Solo hace falta esperar unos minutos para ver a los primeros refugiados salir del lugar: “Vine a regular mi situación como inmigrante, y también la de mi familia, que acaba de llegar de Zaporiyia”, indica Ivan, un padre de familia que lleva años trabajando en España. No quiere hablar más, él y su familia están muy cansados tras horas de burocracia.
Estoy mal, estoy destruida como mi nación – Nadiia Bodnarchuk
Román, un joven que trabaja en Kiev probando softwares informáticos se muestra incrédulo: “Cuando todo explotó, yo estaba viajando por Europa, toda mi familia sigue allí”.
Una mujer de pelo rizado espera ansiosa en la puerta, se dirige a unos operarios debidamente identificados: «Tengo espacio en un cuarto para una mujer con un niño o lo que se necesite». Los voluntarios le responden adecuadamente que tiene que seguir el procedimiento. Es una de las miles de personas solidarias que a lo largo del globo están prestando ayuda e interesándose por los refugiados del conflicto Ucrania-Rusia
La familia Bodnarchuk y sus allegados. El relato de Nadiia.
“He venido a regular la situación de mi hermana y su bebé” comenta Nadiia Bodnarchuk, una profesora de treinta años que lleva desde 2014 residiendo en Madrid. Se dedicó a la enseñanza también en Kiev, pero emigró junto a su madre a España porque ya por aquellos años no le gustaba la situación y para buscar un futuro mejor. Más adelante reguló sus títulos y ahora ejercerá también como traductora en el centro de refugiados. Admite que su hermana, Liuba, necesita atención psicológica. «No se lo cree, lo único que pregunta es cuándo volverá”, explica Nadiia preocupada.
Liuba Bodnarchuk y su marido Yaroslav Sobolievskyi eran docentes en la universidad Tarás Shevchenko de Kiev y acababan de ser padres antes de que todo su mundo se viniese abajo. Cuando comenzó la invasión de Rusia a Ucrania, la hermana de Nadiia y su familia se ocultaron durante cuatro días en el sótano de su casa, que, en sus palabras, “fueron un sinvivir para todos”. Luego se desplazaron hasta su pueblo, cerca de la frontera con Polonia, cuando ya habían terminado de recoger sus enseres y acomodado todo para el bebé. Allí se refugiaron en la antigua casa de los abuelos de ella. Pocos días después sus caminos se separaron. Liuba cruzó la frontera, pero Yaroslav se quedó para proteger la casa y a los suyos. Sola junto a su bebé cruzó en un autobús Polonia, Alemania, Francia y media España, junto a otras mujeres y niños, hasta llegar al centro de Pozuelo de Alarcón, donde por fin se reunió con su hermana Nadiia y más familiares. “Mi hermana es solo una de las 44 millones de personas que no se merecen lo que está pasando, nadie se esperaba esto”, comenta la profesora de primaria, resignada.
Nadiia Bodnarchuk también habla de Yaroslav Voloshyn, su mejor amigo de la infancia. “Tiene menos de treinta años, y ya ha sido médico en dos contiendas”, se lamenta. Este joven voluntario ya colaboró con el ejército ucraniano en 2014 y es uno de los miles de médicos que han dejado sus especialidades (en su caso, la oftalmología) para practicar la medicina de guerra, donde los vendajes, las heridas de bala y las mutilaciones son el pan nuestro de cada día. “A veces me llama para tranquilizarme, me dice que aunque hay muchos heridos él estará bien, ¡parece mentira que sea él quien me tranquilice a mí!, es muy valiente”, se enorgullece.
Para finalizar, Nadia recuerda sus últimos días como maestra en Kiev, su ciudad natal. Tiene muchos conocidos en toda la geografía ucraniana. “Una exalumna que vive en Irpin, cerca de Kiev, me ha llamado para decirme que está bien de milagro tras los bombardeos de hoy, pero ha perdido su casa, ¿qué va a hacer ahora?”, se pregunta entre lágrimas. Admite que se siente culpable por haber dejado su país cuando comenzó la adhesión de Crimea. «En 2014 mentía a los niños cuando me preguntaban si sus padres volverían de la guerra, ahora esos niños están en el frente, y eso me destroza«, comenta la docente visiblemente emocionada.
En el interior de este centro de llegada de refugiados hay vidas arruinadas, historias personales que nos acercan al verdadero drama que significa la guerra. Familias desintegradas, alejadas, preocupadas por los que aún siguen allí, rotas. “Estoy mal, estoy destruida como mi nación. Por lo menos en el centro nos han ayudado a hacer los trámites de mi hermana fácilmente. Estamos muy agradecidos”, concluye Nadiia antes de marcharse en una furgoneta dispuesta a continuar su vida en España junto a su familia.